Dagmar Hagelin |
Un 17 de septiembre de 1998, compañeros de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y de otras agrupaciones, realizamos un homenaje a los treinta y seis compañeros desaparecidos de la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini, y en ellos a todos los secundarios y todos los compañeros victimas de la dictadura.
Aquí el discurso leído ese día por la Comisión de Graduados. Hoy, con genocidas condenados, estas palabras siguen mas vigentes que nunca.
Palabras:
Este texto fue escrito o a varias voces, a varias manos, por algunos compañeros, porque creemos que así les hubiera gustado ellos. Escrito así, en grupo, busca el sentido de una frase que desde hace tiempo se escucha poco “entre todos”.
Creemos que si lo hubieran hecho por nosotros.
Quienes cursan actualmente en la escuela vivieron toda o casi toda su vida bajo gobiernos civiles. Los menos, aquellos que nacieron durante los últimos años de la dictadura, no deben tener recuerdos de esa época.
Cuando pensamos que debemos hablar de cosas que pasaron hace más de 20 años delante de muchos chicos que no tienen dieciocho todavía, recordamos las dificultades que teníamos nosotros a su edad para atrapar y entender relatos y discursos que nos remontaban a tiempos extremadamente lejanos.
Vamos a intentar ejercitar la memoria para ubicarnos en un tiempo distinto. Pero, ¿porque hacer este esfuerzo?, ¿porqué indagar en un lugar desde donde se desprende para nosotros y buena parte de la sociedad Argentina tanto dolor, tanta tristeza?. No queremos ofrecer una saga melancólica pero ha transcurrido mucho tiempo y a pesar de que algún desprevenido haya creído que faltando las voces no habría historia o que sólo sería la que ellos contarán, algunos de nosotros tenemos cosas que decirnos y sobre todo muchas cosas que preguntarnos. La razón de esta necesidad es que durante buena parte de estos años no condenaron a pensar de uno, nos redujeron al desencuentro, a la reflexión a solas, y ahora el esfuerzo será reconstruir juntando cada parte pequeñita elaborada.
¿Cómo era entonces esa Argentina donde nosotros hace más de 20 años teníamos la edad ustedes?. Seguramente muy distinta a la de hoy. Era un país gobernado a fuerza de golpes militares, un país donde las prohibiciones, las proscripciones y fraudes a la voluntad popular eran moneda corriente. La represión no sólo pasaba por una cuestión política, abarcaba la totalidad de las libertades públicas. Cualquier expresión contraria a ese pensamiento autoritario era censurada y acallada. ¿imaginan un país donde un chico de dieciocho años no hubiera vivido un solo día en democracia plena?. Esa era la Argentina donde crecimos. Por ese entonces la escuela Carlos Pellegrini no era sino un espejo donde el país se reflejaba.
Nos hace falta contarnos y contarles quienes eran nuestros compañeros asesinados o desaparecidos. A veces queremos pensar que eran los mejores, los valientes, los más lúcidos, y así lo recordamos… Pero eran como ustedes, como somos todos, con sus más y sus menos, vagos y tragas, seductores y tímidos, divertidos y tristes. Tan capaces de quedarse guitarreando hasta el amanecer, como dedicar el tiempo que les quedaba del estudio a pintar escuelas o ayudar en villas. Eran compañeros que en este colegio habían luchado por una consigna que era: libertad de expresión y circulación, que eran expulsados por querer organizar el Centro de Estudiantes o los cuerpos de delegados, que los suspendían por tener el pelo largo o la pollera corta, o por pensar y decir algo diferente a lo permitido en clase. Decian sobre la desigualdad, la injusticia, la falta de libertad. Eran pibes y pibas que pintaban con tizón en las paredes de las escaleras “ fuera la policía del colegio”, cuando los celadores eran de Coordinación Federal. Eran futboleros, mejores promedios, atorrantes, sensibles, intelectuales, chiquilines. Eran amantes de Los Beatles, de Sui Generis, de Mercedes Sosa. Eran muchas cosas y por sobre todo eran nuestros compañeros, nuestros amigos y amigas, novias y novios. Hoy pasado el tiempo todavía tenemos certeza de que con su presencia el mundo estaría más iluminado.
En el país, los años setenta volcaron definitivamente a los jóvenes a la participación y el compromiso para cambiar el estado de cosas. También al colegio llegaron los grandes sueños con su esperanza a cuestas. Esta urgencia por cambiarlo todo, es el llamado a dudar de todo, a actuar, porque era impensable habitar el mundo con los brazos cruzados, sin que a uno se le cruzara un sueño y lo pusiera en marcha. Lo hicimos con la intensidad con que se viven y disfrutan todas las cosas entre los trece y los diecisiete años: con la cabeza, pero mucho más con el cuerpo y con el corazón.
No conocíamos la desilusión, no habíamos tenido tiempo de caer en ninguna forma de escepticismo.
Laura Feldman (Penny) |
A la edad que teníamos, a la edad que tienen los que hoy estudian en esta escuela, lo normal es creer en el futuro, creer en que los sueños se pueden realizar. Sentíamos que podíamos cambiar el mundo y lo estábamos haciendo. La realidad nos señalaba un camino que asociaba la voluntad individual y colectiva con la concreción de todas las aspiraciones. Y lo mejor de todo era que las aspiraciones de entonces generalmente no estaban enfocadas en nuestras individualidades. La idea de un futuro mejor estaba asociada a un futuro colectivo e impregnada de solidaridad.
Como decía aquel poeta uruguayo: “ cuando uno es joven, los viejos tienen como cuarenta, un charco es un océano y la muerte es la muerte de los otros”. Vivíamos en forma dramática que la chica con chico que nos gustaba no nos diera bola, que Casal del Rey nos mandara a marzo o que el equipo del alma haya perdido el domingo. Nos creíamos inmortales.
Años más tarde, le pasaron una aplanadora a esta sociedad y particularmente a sus jóvenes.
La dictadura militar, con el mandato del poder económico y con el silencio cómplice de políticos calculadores y de gran parte de la sociedad civil que miraba distraída para otro lado, comenzó un plan de exterminio basado en el terror, la desaparición, la tortura y la muerte.
Nuestros compañeros me hicieron nada diferente de lo que hicimos quienes hoy estamos aquí y podemos contarlo mientras los recordamos en su mejor momento, cuando fueron felices.
No hicieron nada diferente de lo que seguramente hubieran hecho ustedes entonces.
La principal diferencia, la maldita diferencia, radica en que ellos ya no están físicamente entre nosotros. Y es aquí, en lo irreparable de la pérdida, en la ausencia antes de tiempo de nuestros compañeros de escuela, donde nuestra memoria cobra sentido, una memoria que intenta reconstruir la historia de un colegio y de sus alumnos, una hebra que se suma a un manto que nos proteja de posibles repeticiones, en manto que nunca debemos dejar de tejer, un testimonio del horror de una época que quisiéramos no haber vivido.
Es alentador, en muchos sentidos, el encuentro de dos generaciones. Los alumnos de entonces y los alumnos de ahora, juntos, sumados al entrañable apoyo de los familiares y la presencia institucional de la escuela, venimos hablar sobre nuestros desaparecidos. En lo que no digamos en el presente anidarán los crímenes del pasado. Por eso no callaremos nada.
No vamos a mencionar a los asesinos. Solamente queremos decirle que nos repugnan, que merecen nuestro más profundo desprecio en todo tiempo y lugar, siempre.
No queremos hacer una apología del dolor, pero que infierno, qué horror, lo que nuestros desaparecidos tuvieron que enfrentar siendo tan chicos.
Queremos por un segundo si fuera posible, ponemos en su situación, en la indefensión de sus cuerpos, lejos de sus padres, aferrados a la esperanza del final de la pesadilla, en medio del frío más atroz, despojados de todo, abrigados sólo por su dignidad.
Esto es lo que mejor define: su dignidad sin límites.
Quizás algún sinvergüenza pueda sostener todavía la teoría de los dos demonios, que a muchos les viene muy bien para evadir su responsabilidad en lo criminal e inaceptable. Hay políticos muy democráticos que acomodan sus conciencias con esta teoría. Estos señores son hipócritas sin conducta y sin sentido cívico, sostenedores de una ética hueca subordinada al cálculo político.
Los responsables del plan criminal en Argentina dijeron alguna vez que los desaparecidos no estaban ni vivos ni muertos, que no tenían entidad. Nosotros decimos que si, que están, que los siguen desapareciendo cada día. Queremos que digan dónde están.
No aceptamos el punto final ni la obediencia debida, engendros político jurídicos vacíos de legalidad. No nos reconciliamos y repudiamos los indultos.
Queremos abrazar aquí a las Madres. Son la gran reserva moral de una Argentina sin justicia. Con voluntad incomparable, contra viento y marea, lograron avanzar sobre el dolor individual hasta convertirse en Madres universales, en Madres de todos los hijos.
En ellas, en su integridad sin límites, tenemos que buscar las respuestas que nos faltan.
Queremos abrazar a los abuelos y abuelas buscando sus nietos, a los familiares que al margen de las consideraciones políticas lucharon desigualmente contra el estado asesino, muchas veces en la soledad, buscando desesperadamente a sus seres queridos. Queremos abrazar a los que hoy, en la búsqueda de la verdad, buscan sus cuerpos, y a los que por las mismas razones no los buscan.
Los hijos de los desaparecidos, con el amor intacto y la pureza de sus padres nos están diciendo con sus “escraches” que esto no va a quedar así, que no puede quedar así. Exigimos el castigo a todos los culpables.
Hace más de 20 años nunca hubiéramos imaginado estar aquí en un acto como éste, observando un fin de siglo distinto del deseado y con los chicos mirándonos desde las fotos. Jamás hubiéramos previsto que la cerrada noche instalada en Argentina en más o el 76 squillari a su sombra hasta aquí.
Nuestros compañeros vivieron hasta las últimas consecuencias con un sueño. Siguen siendo quiénes eran, siguen mirándonos con frescura, de frente. Son el espejo de nuestra alma, flores sin otoño. Eso renace en cada día, en plazas y lugares públicos, en recitales de rock, en libros y poemas, repudiando cada 24 de marzo, o en cada diciembre en la marcha de la resistencia. Y también por qué no decirlo, en una oportuna trompada dada por un compañero del Pellegrini a un represor infame, un día cualquiera en una calle de Bariloche.
No hay tantas cosas en la vida que se puedan querer con mucha fuerza. Nosotros queremos a nuestros compañeros asesinados y desaparecidos con ese intensidad, sufrimos por ellos durante los años oscuros. Los extrañamos ahora.
Sólo tenemos que mirar en nuestro interior para encontrarnos con ellos.
Hoy están aquí, entre nosotros, evadiéndose del olvido.
Nosotros estamos aquí con esos, porque no queremos olvidar, porque no podemos perdonar.
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