lunes, 24 de mayo de 2010

CARLOS MUGICA: Entre la cruz y la espada

Anticipo del libro El inocente. Vida, pasión y muerte de Carlos Mugica

Fuente: Revista 23


Con la llegada del verano, las obligaciones de Carlos Mugica en la Juventud Universitaria Católica y en el Nacional de Buenos Aires habían quedado en suspenso. La decisión de la Curia de separar al sacerdote Jorge Pascale de su puesto de asesor nacional lo tenía preocupado, a mal traer. Estaba enojado porque sabía que no podía hacer nada para cambiar la situación, pero además tenía miedo. Temía que sus superiores lo castigaran por haber participado del diálogo entre católicos y marxistas. Lo paralizaba la idea de que le pidieran que renunciara al sacerdocio. Su carácter, su pasión y su rebeldía se esfumaban con sólo pensarlo. Se sentía un pequeñísimo y temeroso hijo de Dios. El inmenso esfuerzo que hacía, junto a otros curas, para llevar a la práctica las enseñanzas del Concilio Vaticano II podría desaparecer si los furiosos obispos decidían apartarlo. Así pasó, lleno de dudas, los primeros tres días del nuevo año. (...) El cura Rodolfo Bufano le había pedido que fuera asesor espiritual y guía de los estudiantes secundarios durante un campamento que se realizaría en los primeros días de febrero. El retiro se haría en Tartagal, en el norte de Santa Fe, donde se realizaban las Misiones Rurales Argentinas (...).

Antes de partir, visitó, uno por uno, a todos los vecinos, tomó nota de los bautismos, clases de catecismo y casamientos con los que tendría que cumplir a su regreso. Prometió un nuevo campeonato de fútbol y se fue.


Aunque las reuniones que mantenía con los alumnos del Nacional de Buenos Aires en la sede de la Acción Católica de Alsina 830 eran siempre iguales –oración, lectura y reflexión–, en las últimas los estudiantes estaban muy excitados porque se irían de campamento con la Acción Misionera Argentina. Y así, las últimas semanas de diciembre, siempre después de orar, las pasaron discutiendo acerca de cómo sería el viaje, qué papel tendría cada uno, cómo se repartirían las tareas. Mugica trataba de contenerlos.

Los últimos días de enero, entusiasmados y con las mochilas llenas de ropa y de comida, un grupo de quince alumnos que pasaba al último año del colegio secundario partió rumbo al chaco santafesino. Una monja vestida de civil, algunos jóvenes de la Acción Católica, el presidente de la Juventud Estudiantil Católica y un sacerdote recién salido del seminario los acompañaron. Estar lejos de sus casas les daba a todos una enorme sensación de poder. Subieron al micro dispuestos a cambiar el mundo.

Durante el viaje, el calor era agobiante. Las bromas fueron desapareciendo a medida que recorrían más kilómetros, y muchos se quedaron dormidos con las ventanillas abiertas. Dos de los varones que no dejaban de hablar, Carlos Ramus y Mario Firmenich, estaban como recién levantados. Uno era gordo y el otro petiso y llamaban la atención porque andaban siempre juntos. Despiertos, conversando, llegaron a Reconquista. En la parada los esperaba un camión para llevarlos a Tartagal


–Esto se pone bueno –le decía Mario a Carlos rebotando en la tolva, sentados sobre sus mochilas, mientras los demás repasaban lo que tenían para hacer. Las mujeres, con la monjita joven a la cabeza, tenían que hacer una lista con todos los niños del pueblo en edad de ser catequizados. Los varones iban a recorrer las casas para saber qué necesitaban los vecinos y para invitarlos al culto que celebrarían por la tarde.

El primer día terminaron agotados pero contentos por el trabajo que habían hecho, aunque la alegría les duró poco. En las jornadas siguientes, con la llegada de Carlos Mugica, el clima del campamento se fue endureciendo. A la noche, después de la cena, el cura los reunía y los interrogaba.

–¿Qué hiciste hoy por tus hermanos? –les preguntaba uno a uno–. ¿Y qué no hiciste?


Alrededor de un fogón, muchos contestaban sin inmutarse pero otros se angustiaban tanto que al final de la charla se iban a dormir llorando porque sentían que no eran lo suficientemente buenos como para agradar a Dios. El discurso del cura los hacía sentir mal, llenos de dudas. Él quería que sus estudiantes entendieran bien el mensaje. Para eso los había llevado hasta allá.


–¿Cómo cumplo yo con Dios? ¿Cómo cumplieron hoy ustedes? Cuidado, porque hay muchos que se dicen católicos porque creen que la religión es eso, cumplir con Dios. Y nada más lejos. Si comulgo a la mañana para aprobar un examen a la tarde, por más que comulgue a la mañana, a la tarde y a la noche, si no estudié me van a hacer un agujero grande como una casa. Lo mismo si le ponen velas a San Antonio para conseguir novio. Para nosotros, la auténtica revolución significa formar hombres que vivan en función de servicio hacia los otros. El ideal de la vida cristiana está en tener lo suficiente, lo necesario, nada más.

Sentados alrededor del fogón, los jóvenes miraban desplegarse la figura de Mugica, la sombra de sus gestos iluminados por el fuego. Estaban contentos. Sentían que acababan de despertar de un sueño y que, justo allí, en ese pueblo, estaba la vida real. Con admiración, seguían cada una de las palabras que pronunciaba el cura rubio que, en las noches cerradas, les exigía una revolución.

Y con el paso de los días, la rutina se iba haciendo cada vez más pesada. Los chicos estaban obsesionados con la forma de vivir de los hacheros. Sentían que era injusto que padecieran tanta pobreza, sin trabajo, sin abrigo, casi sin comida. Se daban cuenta de que podían hacer algo para cambiarlo. Los varones, que por las tardes iban a caballo hasta las casas más alejadas, empezaron a llevar papel y birome para anotar todo lo que necesitaba la gente.


Una noche, después de que Mugica bendijo los alimentos, cenaron en silencio esperando el momento de la reflexión. Estaba por llover y decidieron charlar en la capilla del pueblo. Después de rezar, los varones sacaron las listas y comenzaron a leerlas en voz alta. El cura sonrió por lo bajo. Su prédica estaba haciendo efecto.


–Carlos, nosotros sentimos la necesidad de cambiar las cosas de raíz –dijo Mario–. Tenemos que hacer algo más que enseñarles catecismo e invitarlos al culto. ¡Para eso estamos acá! Podemos ayudarlos a cambiar.


Desde el banco de al lado, el petiso Ramus asentía con la cabeza. Y, como él, todos los demás.


–Podemos hacer que se organicen. Los que están más lejos tienen menos posibilidades. Les decimos que vengan, que se junten entre ellos y vemos qué es lo que necesitan. Son gente que no tiene trabajo fijo, les pagan miserias –siguió Mario.

El grupo hizo silencio para que hablara el cura. Y el padre Carlos, esa noche, arremetió con un discurso que a los muchachos les pareció extraño.


–Escuchen, la burguesía no va a dejar de lado sus privilegios si nadie la obliga.


Se miraban entre ellos. Estaban entre asustados y entusiasmados.


–Lo que nosotros tenemos que hacer es intentar que la gente no sea explotada. Pero para eso no basta con enfrentarnos a sus patrones. Hay que explicarles que están oprimidos. Hay que pensar cómo hacerlo. Podemos pensarlo y mañana, cuando nos volvamos a reunir, lo conversamos a fondo.


Al otro día, Carlos Ramus apareció en la capilla desencajado. Volvía del monte, a caballo, a todo galope, buscando a Mugica para contarle que una tormenta había tirado abajo un rancho y una familia estaba a la intemperie. El cura lo acompañó hasta el lugar. La conversación que los dos tuvieron con esa gente fue el tema de la charla de esa noche.


–¿A mí qué me vienen a hablar de Dios? –le dijo el jefe de la familia–. Nos estamos muriendo de hambre. Nosotros somos la alpargata del patrón.

Al grupo, con Mario como portavoz, se le ocurrió que debían reorganizar el sindicato de hacheros. Para eso, le pidieron ayuda al abogado Roberto Perdía. Y esa noche, solamente después de revisar las acciones del día y de confesar públicamente en qué había fallado cada uno, Mugica les dijo:

–El estado de violencia que ustedes ven acá es violencia de los de arriba hacia los de abajo. Somos testigos directos de la explotación del hombre por el hombre.

Carlos y Mario miraban al cura con ojos enormes. Graciela, una de las chicas que formaba parte de la Acción Misionera Argentina, lloraba. Para ella, Mugica era demasiado duro, le daba miedo


El cura rubio y los jóvenes estudiantes decidieron pasar a la acción, tal vez impactados por la noticia de la muerte de Camilo Torres, un sacerdote colombiano que había dejado los hábitos para formar parte de la guerrilla en su país. Con esa muerte, la premisa de “hacer algo pero ya” se instaló con fuerza aunque muchos no sabían ni siquiera qué era una guerrilla, quién era Camilo Torres ni qué pasaba en Colombia.

Los muchachos se repartieron por zonas y salieron a convocar a los vecinos a una reunión en el playón del pueblo. El objetivo era armar un petitorio que Mugica le entregaría al padre Iriarte en la ciudad de Reconquista. Cada uno de los vecinos pondría su firma.

Mario, Carlos y Fernando se reunieron con los hacheros para explicarles las ventajas de estar organizados. La movida llegó a oídos de las autoridades del pueblo. La tarde siguiente apareció la guardia rural de la policía de Santa Fe y, con armas en la mano, rodeó al grupo de misioneros. Mugica intercedió y se fueron, pero esa noche, después de la cena, la reflexión fue tan intensa que cambió la vida de muchos de ellos. Fue esa noche cuando a la idea de lucha le agregaron la de armada.

–¿De qué manera podemos cambiar las estructuras injustas? –preguntaba Ema, una de las chicas que trabajaba con Mugica en la villa de Retiro.

–Usando la misma violencia con la que nos trataron hoy –le respondió Mario–. Necesitamos un cambio estructural. ¿Cómo nos podemos defender de la guardia rural si no es usando las mismas armas que tienen ellos?

–Hay que hacer algo ahora, no esperar que las cosas cambien cuando llegue el reino de los cielos –decía Graciela.


–A mí no me gusta la violencia. Pero el problema es que no puedo quedarme pasivo, tranquilo ante la situación de la terrible violencia institucionalizada que estoy viviendo porque, si lo hago, soy un asesino de mi pueblo que se está muriendo de hambre. Ese es el verdadero problema –les dijo el cura–. Cristo echó con violencia a los mercaderes del templo –continuó–. Si la lucha lo requiere, si no hay más remedio, hay que usar la metralleta. El uso de la violencia es lícito. Por nuestros hermanos. Para que no los opriman.

Al día siguiente lograron reunir a más de cien trabajadores en el playón. El padre Mugica leyó un petitorio y los que pudieron firmaron. Otros estamparon el dedo. Luego partió para Reconquista. El cura más joven y la monjita quedaron a cargo de los chicos que en unos días más volverían a Buenos Aires.

Sin Mugica cerca, Graciela lloró todo lo que pudo y le dio la gana.


–¡Me quiero quedar acá! ¡No puede ser que me vuelva a casa y duerma en mi cama mientras esta gente se muere de hambre!

–Te equivocás –la consolaba Mario–. No es así. Lo que tenemos que hacer es tratar de que esta gente no viva más así, no quedarnos a vivir como ellos. ¿Entendés, Gracielita?

La última noche hubo show de despedida. El dúo formado por Carlos Ramus en el bombo y Mario Firmenich en la guitarra interpretó canciones de Atahualpa Yupanqui. Los invitados al fogón los aplaudieron con euforia.

A la mañana el grupo de misioneros dejó el pueblo. Ninguno de ellos retomaría su vida anterior. Aún no lo sabían pero ya no eran los mismos.

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