martes, 25 de mayo de 2010

Indigenismo y Estado nacional

Pagina 12

Por Horacio González *

La expresión “pueblos originarios” hace trastabillar el juicio histórico sobre la formación de las naciones americanas. Es un concepto fortísimo, generalmente bien recibido –también por nosotros–, que puede ser invocado de una manera puramente descriptiva. Si es esto último, se refiere a una idea de inclusión social, reconsideración de la diversidad cultural y guía justiciera de un sistema de reparaciones a cargo de los ya constituidos Estados, a los que se invita a examinar serenamente su culpa civilizatoria. Incluso la habitual deliberación en torno del “genocidio de las poblaciones indígenas” puede ser una pieza conceptual de las mencionadas reparaciones y no una revisión radical de todo el ciclo histórico de las naciones surgidas de las independencias americanas.

Si en cambio la idea de “pueblos originarios” traspone el delicado umbral que la hace eminente idea reparatoria para transformarse en un síntoma completo de reorganización del sentido de las naciones, su territorialidad y andamiajes jurídico-culturales, nos colocamos ante un debate de inusitadas consecuencias y decisivo interés. Nada mejor para abrir las ideas que éstas se presenten en su sentido más desafiante.

La Argentina tiene una formación aluvional, incluso previo a su carácter inmigratorio, pues sus poblaciones criollas sedimentaron con dificultad en el territorio.

Sólo muy lentamente surgió en la llamada ciudad indiana un sentimiento de destino común; el nombre de Argentina surgió de la ávida metáfora de la minería de plata, luego tornada poética, nombre traído por los frailes dominicos en el siglo XVII. En la compulsiva incorporación de las poblaciones aborígenes al sumario cuadro de las economías coloniales alternaban estilos de masacre y negociación. Así lo muestra la historia de Francisco Viedma en la Patagonia o de Amigorena en Mendoza, testimonios de las querellas entre encomenderos, sacerdotes y militares en torno de las poblaciones preexistentes, consideradas objeto de sometimiento y trata.

Hay razón profunda para revisar enérgicamente el modo en que las políticas estatales construyeron la “cuestión indígena”, más allá de las realidades del mestizaje, que en sí mismo es una de las claves filosóficas del pensamiento americanista.

En el clásico cuadro de Della Valle, La vuelta del malón, de fines del siglo XIX, el mito de la cautiva ofrece otras formas de reflexión, como forma guerrera del propio mestizaje compulsivo. El cuerpo blanquecino de la cautiva significa una fuerte condena de la barbarie en los términos canónicos en que se expresara la política y la literatura argentina de todo ese período. Pero hay allí también una oculta apología de la “seducción de la barbarie”. No de otro modo pueden interpretarse esas cabalgaduras con sus magníficos efebos, indios que portan incensarios como boleadoras y cruces como lanzas, en una exhibición que pone cabeza abajo a la civilización para hacerla comenzar de nuevo. Con sus mismos símbolos invertidos.

La obra de Mansilla en su excursión de 18 días módicos a las tolderías de Leuvucó para encontrarse con su metafórico pariente Marianito Rosas es un antecedente esencial de la relación de los grupos étnicos territoriales con el Estado argentino. El coronel Mansilla, más allá del impresionante monumento literario que escribe en su manera sutilmente burlesca, intenta un pacto “de la Nación con las tribus”, lo que luego será condenado por Sarmiento y el Congreso, que recusan lo que se percibe como un absurdo. Que la Nación sea una entidad ajena –al punto de firmar un pacto–, respecto de entidades desplazadas o vencidas que se juzgaban pertenecientes a su mismo cuerpo victorioso. El tema vuelve ahora. La insinuación “plurinacional” que latía en el atrevimiento de Mansilla fue rápidamente conjurada. El mismo daría marcha atrás de su audacia. Que de todas maneras quedaba en el interior de su compleja genealogía familiar.


No eran posibles las alternativas a la voluptuosa idea de las “inmensas tierras fértiles solo ocupadas en destructivas correrías”. Ese era el pensamiento favorito de la elite militar-empresarial-terrateniente, con el joven general Roca a la cabeza, que reputaba tan inútiles como la muralla china a los pobres zanjones de Alsina. Su figura hoy es de gran interés, pues es el punto alto que invita a la revisión moral e intelectual de la historia argentina. La misa en Choele-Choel, dando fin a la Campaña del Desierto, es un decisivo hecho religioso, económico y científico. En todos los casos, concebidos como realidades geopolíticas emergentes de un hecho mayor de ocupación y desalojo. El cuadro de Blanes, que ocupa una pared entera del Museo Histórico Nacional y está parcialmente reproducido en los billetes de cien pesos –por allí, quizás deban comenzar los resarcimientos simbólicos–, ofrece con esas caballadas y jinetes militares el mismo Estado-Nación pensando unilateralmente el territorio.


El roquismo no representó una única cosa, o mejor dicho, fue en un grado elevado la condensación de todas las corrientes formativas del Estado nacional moderno. La metódica y privilegiada carrera militar de Roca, como la de Perón, se hace en el interior del Estado. Siempre ascendido en batalla, acatando órdenes centrales, Roca participa en la guerra contra López Jordán y derrota a Mitre cuando éste se levanta contra Avellaneda. Su predisposición a la batalla es tan grande como su curiosidad intelectual. Una doble insinuación de modernidad y descarte será la misma que aliente en el roquismo su Campaña del Desierto y su ideal de Estado. Es decir, utilización de la contundencia represiva, los modernos remingtons contra las tribus y la Ley de Residencia contra los anarquistas, con atisbos de un capitalismo entrelazado a un Estado de gran capacidad arbitral, laicismo positivista y vida cultural de perspectivas renovadoras.

Veamos estos apuntes a la luz del momento que atravesamos: es época de refundación social y replanteos culturales. La reciente marcha de los movimientos sociales indigenistas con su magna hipótesis alusiva a los “pueblos originarios” sugiere un horizonte nuevo de revisión histórica. ¿Cómo actuar en medio de un llamado a la renovación de la interpretación histórica, con las consecuencias materiales que eso implique, sin despojar a lo actuado de la capacidad de fusión que atrajo a vastos públicos y generar una ciudadanía de índole colectiva? La historia del Estado nacional no puede ser una continuidad acrítica –menos luego de los años del terrorismo estatal–, pero no se puede contar ninguna historia desde la omisión de los sedimentos que acarrea el modo imperfecto en que siempre se dan los acontecimientos nacionales.

Apelar a un “grado cero” de la historia nacional no resiste bien la implantación de un retorno a lo “originario”, que en todos los casos será incierto o contendrá el germen de involuntarios despotismos si se interpreta como un suplemento de pureza que reordene súbitamente el presente. Otra cosa es la idea de “pueblos originarios” que, con razón, evite la complaciente idea del crisol de razas y también un pluralismo cultural que muchas veces, en su pulsión deshilvanada, deja el sentimiento de que no trasciende el horizonte académico en que dominan los llamados “cultural studies” de las universidades norteamericanas. El Centenario ensayó su “eurindia” o su “euroargentina”. Sin negarse lo que ha sido desplegado, urge hoy encontrar vocablos nuevos.

La famosa fotografía de Namuncurá con uniforme de general argentino es un penoso emblema de fusión estatal-indigenista que llena de desolación y desnutre la historia. Los diccionarios de lenguas aborígenes que practicaron Rosas, Perón y lateralmente Mitre, son un evento de la lengua estatal que propone ampliaciones y una actitud indulgente con los vencidos. Puede tolerarlos y en un paso más avanzado, otorgarle ciertas reparaciones. ¿Es suficiente? Jesuitas y salesianos, con sus diferentes modalidades, trataron a las poblaciones con tecnologías espirituales viciadas, los primeros con su oscura atracción intelectual por las fronteras de Occidente, promoviendo hibridaciones compulsivas, los segundos con un pietismo pedagógico que mal escondía un despotismo moral y un asfixiante paternalismo. Realizar balances y producir memorias de estos mojones de la historia nacional es tan urgente como necesario hacerlo con sensibilidades que eviten el esquematismo y la solución ocasional, éstas inspiradas en bibliografías generosas pero deshistorizadas.

Están en juego nuevas perspectivas de distribución de recursos productivos y formas de relación con las economías de la tierra que ante un crucial momento de la humanidad compongan escenas de eticidad en comunión con enfoques económicos que se sostengan en categorías emancipatorias. A Sarmiento no le valió la sensible perspicacia de su pluma para evitar en su último y deshilachado libro, Conflicto y armonías de razas en América, una odiosa y latente invitación a la masacre. Pero el re-examen de la conciencia institucional, escrita y actuada en torno de los temas de las naciones “plurinacionales”, tema proveniente del fracaso de los Estados nacionales construidos a fines del siglo XIX, aún deberá recorrer caminos de autoexigencia más rigurosa. “Nuestro caso es el más extraordinario y complicado”, decía Bolívar en el Discurso de Angostura, al recordar las bases históricas y étnicas de la formación americana. No ha variado esa situación hasta ahora en nuestros complejos procesos culturales.


No hay por qué detener este debate que es profundo y ha sido reabierto. Los nombres de las naciones hoy existentes están en condiciones de resistir una discusión que es la misma a la que deben convocar. Las naciones y sus nombres no se desarman como juguetes mal ensamblados, pero sus ensambles de injusticia y carentes del gran aliento de las historias más altas de la humanidad deben ser refutados con nuevas prácticas y enunciados colectivos. Una nación como la nuestra, que llamó a todos los hombres del mundo y no siempre ha sido fiel a ese llamado, debe imponerse un nuevo canon civilizatorio, fundado ahora en un nuevo humanismo crítico–político, cuyos ejemplos no son escasos en su propia historia.


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