sábado, 29 de mayo de 2010

BICENTENARIO: FIESTAS PATRIAS

Por Luis Bruschtein

Los ecos del Bicentenario todavía hacen ondas sobre la laguna de la política, pero es difícil entrever bajo el agua. Si la experiencia de estos días sólo sirve para contraponer a los políticos con las masas –todo lo malo de un lado, y lo bueno del otro–, se repite ese discurso autoprofético que tiende a separar las masas de la política. Y tiene bastante de falso, porque en general los políticos provienen y expresan esa complejidad tan diversa. No somos una sociedad tan ejemplar como la que se quiere exaltar tras las fiestas mayas. Es evidente que la cultura política todavía es pobre y así lo reflejan las estructuras de la política argentina. Pero también es cierto que así como hay momentos muy a la baja, hay otros bastante redondos como los que se protagonizaron esta semana.

No fue solamente mérito de la sociedad en general y en abstracto. Hay un mérito importante también en la convocatoria que estimuló y encarriló esa participación. Es cierto que no está directamente relacionado con el voto ni con el pensamiento político partidario de cada uno de los posibles seis millones de personas que pasaron por el Paseo del Bicentenario en la Avenida 9 de Julio. Justamente ése fue un mérito de la convocatoria, por su pluralismo, por su propuesta contenedora. Y el equipo de funcionarios que tuvo a su cargo la organización de todo lo que pasó esos días (Jorge Coscia, Tristán Bauer, Oscar Parrilli y Javier Grossman) bajo la mirada omnipresente de la presidenta Cristina Fernández, en pocos meses debió evitar los ritmos elefantiásicos y los nosepuede de la burocracia.

Las lecturas de lo que sucedió estos días se irán sumando y hasta contradiciendo, hasta convertirlos en leyenda, como sucede con los hechos sobresalientes de la historia. Pero ahora sus consecuencias todavía están calientes y la distancia corta es buena para sacar algunas conclusiones aunque sea mala para otras que son difíciles de ver con el escenario pegado a la nariz.

Se puede elegir, por ejemplo, la reacción extendida del público frente a algunas de las escenas que se plantearon en el desfile final a lo largo de todo su recorrido. Por ejemplo, en cada parada, cuando marchaban los Granaderos en el cruce de los Andes, todo el mundo cantó a todo pulmón la Marcha de San Lorenzo. Cuando pasaron los soldaditos de Malvinas y se escuchaban los bombardeos y los muchachos caían y se levantaban las cruces, primero había exclamaciones de asombro e inmediatamente se ponían a cantar “El que no salta es un inglés”. Y cuando llegaba la carroza impresionante con las Madres de Plaza de Mayo caminando bajo la lluvia con sus pañuelos luminosos, primero había un silencio imponente y después estallaban los aplausos.

El momento del desfile final fue cuando más personas se reunieron a lo largo de todo el paseo del Bicentenario, más Diagonal Norte y Plaza de Mayo. Dicen que había más de dos millones de personas. Cualquiera diría que es una muestra más que suficiente de ese mosaico multicolor que es la sociedad o el pueblo. Y en esa diversidad, por lo menos esas tres reacciones se repetían asombrosamente. Hasta el cantito con los ingleses. Fue bastante extraño como fenómeno ver cómo esas escenas producían efectos tan similares. Fue así y no había modo de que fuera preparado.

Que la gente aplaudiera a los granaderos y cantara la Marcha de San Lorenzo, y al mismo tiempo aplaudiera con tanto respeto la alegoría a las Madres, demuestra que diferencia con claridad una cosa de la otra. Que el juicio a los represores es a los asesinos y no a la institución. En todo caso rechaza la forma golpista en que fue instrumentada la institución, pero puede diferenciar una cosa de la otra.

Lo de los soldaditos de Malvinas demostró también que es un tema que debe ser visibilizado por los gobiernos. Malvinas fue una derrota llena de engaños, se usó el discurso patriótico para una guerra irresponsable y todo eso lo convirtió en un tema incómodo, antipático y muy doloroso y la misma sociedad reaccionó con negación, no solamente los dictadores y los gobiernos democráticos posteriores. El patrioterismo de los dictadores, de una patria en abstracto, es enemigo del verdadero patriotismo. Hubiera sido casi imposible que un festejo como el de estos días se hubiera podido hacer en los años ’80, con el recuerdo fresco de ese engaño sangriento. Hablar de patria resonaba a Galtieri. Hablar de Malvinas resonaba a engaño. Después de tantos años, el recuerdo de esos soldaditos muertos en Malvinas tenía que estar entre los momentos sobresalientes de la historia. La reacción popular demostró que fue un acierto. Una forma de separar el patrioterismo chauvinista para recuperar una patria con sentido, para revalorar la palabra patria en contraste con aquellas invocaciones huecas de dictadores y fascistas.

Entre la propuesta del Gobierno y la participación popular, el 25 hubo una expresión de patriotismo como identidad, como hogar, como pertenencia, como tierra, como cultura y comunidad plural. Lo patriótico como sentimiento de inclusión que, a diferencia de fascistas y dictadores, reconoce a pueblos originarios y a pueblos inmigrantes y no los excluye, hostiga ni desprecia. Es el patriotismo que contiene y acepta las minorías en todos los sentidos. El patriotismo que reivindica a los luchadores de las mayorías oprimidas y a las ideas que aportaron justicia, libertad y democracia a lo largo de la historia. El patriotismo que rechaza a usurpadores, dictadores y aprovechados. El patriotismo del Martí de “Nuestra América” o del San Martín del bando del Ejército de los Andes.

La dictadura y los generales golpistas se habían apropiado de un discurso supuestamente patriótico que en todos lados es de los pueblos y no de los dictadores. Aquí la dictadura lo vació, lo dejó sin contenido, lo usó para matar, para torturar, secuestrar y desaparecer a una generación de argentinos, para preparar una guerra con Chile, para lanzarse con motivos mezquinos a otra guerra y para entregar la soberanía y las riquezas del país. Usó un discurso patriótico para hacer todo lo contrario, lo más antipatriótico. Y creó desconfianza en esas palabras. O por lo menos confusión, como le sucedió a esa maestra de La Pampa que eligió al dictador Galtieri como una de las figuras destacadas de la celebración de Mayo.

La popularidad de los stands de las Madres y las Abuelas en el Paseo del Bicentenario, por donde pasaron decenas de miles de personas para expresar solidaridad, respeto, dolor o curiosidad, pero en ningún momento enojo o rechazo, demostró que ese sentimiento patriótico del 25 estaba desintoxicado, que había filtrado el bastardeo grotesco de ese discurso por la dictadura. Pero tenían que estar las Madres y las Abuelas para verificar esa reconversión, para alejar fantasmas. Y la misma constatación se vivenciaba en la celebración de los pueblos originarios y de los inmigrantes o en el festejo de la democracia en el desfile final. Eso es lo que no entendió la maestra de La Pampa.

Se había instalado también la idea de que las manifestaciones populares en espacios abiertos se convertían en batallas campales. Convocar a una muchedumbre en un paseo público fue una apuesta arriesgada, porque los medios describían un clima de rechazo masivo y violento al gobierno nacional. Si se creyera en esa ficción instalada y naturalizada en forma mediática, el peligro de peleas y confrontaciones violentas hubiera sido muy grande. En la convocatoria hubo confianza en el sentido de responsabilidad ciudadana a contrapelo de esa verdad mediática que sugería lo cerrado, lo elitista o lo mediático. Esa decisión fue rápidamente contrastada con la forma que eligió el macrismo para sus festejos en el Teatro Colón, en una especie de copia de la televisión chatarra que tiene altísimo rating.

Se ha interpretado también esa participación popular como una convocatoria a la unidad nacional. Podría ser, en los hechos esa multitud diversa convivió en paz, inte-ractuó, la mayoría seguirá pensando como siempre, otros no. Esa actitud estaba, no fue algo que cambiara en forma consciente. Lo que quedó demostrado, en todo caso, es que el clima crispado de los grandes medios y la truculencia de algunos discursos políticos son forzados, no tienen una base social considerable, o por lo menos, si la tuvieron, la perdieron o no estuvo en el Paseo del Bicentenario.

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