Por Daniel Goldman *
“Más malo que pegarle a una madre”, expresa ese dicho usual, comparativo, sutil y grosero a la vez, y afirma la saña de esos que son capaces de golpear a una vieja en ancianos tobillos. Humillar a una Madre de Plaza de Mayo da la sensación de escalofrío, como cuando en la tele te muestran a una jubilada de cien años a la que asaltan a la salida de un banco. A las Madres que nos vienen cobijando desde hace años, a esas viejas que son literalmente fuertes, irreverentes y decididas, que se caminaron en un círculo incansable como de acá hasta Groenlandia y jamás se marearon, las castigaron en los tobillos. Y por empatía nos duele al resto. Si el insulto es el principio del fascismo, la operación contra las Madres es de un autoritarismo en evolución en etapa mediana por no decir “el medio”. No es hora de andar cobrándole a Hebe las veces que se expresó de manera injusta, porque entiendo profundamente que es el total de la historia y las trayectorias que se atraviesan entre sí las que escriben la biografía y no los dichos coyunturales ora acertados y ora lacónicamente disparatados, las que describen a la persona. No es tiempo tampoco de hacer aflorar rencillas de la militancia por tópicos del antaño, agrietados en la sequedad del olvido. Ahora ni se trata de Hebe. Aunque alguna de las viejas esté cansada y se tengan que agarrar del pasamanos para subir los escalones, ahora se trata del denso símbolo del pañuelo blanco, aquel que inspira a superar la muerte vana, trasciende a revitalizar la vida, y el que caracterizó a toda mi generación diezmada en treinta mil partes. Y son estas pequeñas patadas las que nos convocan a la heterogeneidad de organismos y a la complejidad de militantes en el mundo de los derechos humanos a homogeneizar y homologar nuestro único discurso de apuesta a la existencia misma, trazado por el camino de la riqueza de la diversidad y la polémica, y signado en las memorias futuras que jornada tras jornada vamos construyendo. Ante el superficial credo que tratan de imponer en “el medio” y en la opinión pública creyendo que se acerca un final en nuestro batallar cotidiano por memoria, verdad y justicia, e instalando la máxima de que los derechos humanos “no son ni de izquierda ni de derecha”, acompañados por discursos panfletarios represivos, aunque suene como verdad de Perogrullo, sepamos conscientemente y de manera cierta que por estas latitudes los derechos humanos, obviamente sin ser patrimonio de las izquierdas, excluyen ciertas derechas, que a esta misma hora agitan nuevamente el boato, como años atrás, de que los hijos de las madres están tomando sol en una de las playas de Ibiza. Lamentablemente lo volví a leer en un correo electrónico que recibí en estos días. Y aunque suene surrealista, en esa inconsciencia cíclica algo queda, como diría Goebbels; siempre algunos, y no pocos, que vuelven a comprar esta mentirilla seguida de algunas otras. Desde ahí, no pretendan asegurarse de que nuestro discurso esté tan instalado. Porque, amigos, cada tanto aparecen unos vientos fuertes que soplan. Vientos que no instan justamente a la libertad. Vientos que nos indican que hay que volver a barrer de nuevo con la escoba de las ideas y la creatividad, antes de que algunos nos quieran barrer. Sin ánimo misionero, ya lo decía Miqueas el profeta: Si un hombre anda al viento, sosteniendo patrañas en el pueblo, posiblemente terminará siendo líder del mismo. No lo decía así tan literalmente, pero ese era el espíritu de su expresión. Sepamos que la vulnerabilidad es tan real como la gente que anda caminando por la calle, y la grata eternidad sinónimo de absoluta petulancia. Esto lo aprendí con humildad, entre otras cosas, de mi maestro Marshall Meyer, que de la dignidad humana entendía bastante y bien.
Fuentes: Pagina12
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