Por Eduardo Grüner *
1 Hace algunos días, María Pía López publicó en este diario un muy interesante artículo titulado “Batallas y hegemonías”. Puesto que en él menciona elogiosamente un trabajo mío sobre Gramsci y Bajtin –generosidad poco común que le agradezco–, no deja de provocarme cierta incomodidad hacer a mi vez el elogio de su texto. No vacilo, sin embargo, en “distraerme” momentáneamente de ese pudor, para decir muy en serio que se trata probablemente de un artículo que (ojalá) va a dar mucho que hablar. En primer lugar, porque revela una encomiable voluntad de “apertura” y de pensamiento crítico dirigido no sólo al adversario, sino como reflexión honesta sobre el propio lado, sin “limar la criticidad de lo que incluye”, para usar sus propias palabras, y de esa manera propone empezar a quebrar la inercia de un “sentido común” (concepto gramsciano si los hay), y ciertamente “hegemónico”, que pretende que la sociedad argentina de hoy está dividida en dos bloques nítidamente delimitados por la adhesión u oposición incondicionales e in toto a un gobierno. Los señalamientos a propósito de la muestra del Palais de Glace sobre el “pensamiento nacional” no son, en efecto, anecdóticos: incluir nombres filosófica e ideológicamente tan diferentes entre sí como Borges, Viñas, Rozitchner, Astrada, etcétera, supone pensar la cultura nacional no como un monumento monolítico sin fisuras (ese fue el problema del “revisionismo histórico” tradicional: se limitó a invertir de manera simétrica y especular el “panteón de los héroes” mitrista, de modo semejante a como Lugones –y de esto María Pía sabe mucho más que yo– transformó a Martín Fierro en el Gaucho de Mármol alegórico de una argentinidad abstracta), sino como un espacio en movimiento, atravesado por conflictos y tensiones que redefinen permanentemente los propios límites de ese espacio y las lógicas con las cuales pensarlo. Comparto enfáticamente (aunque quizá, sospecho, por razones no exactamente iguales, de modo que no se la puede hacer responsable a ella por lo que pienso yo) el fastidio con la expresión “batalla cultural”. Es un sintagma que sugiere que la cultura es una suerte de uniformidad armónica y unitaria, donde cada tanto (¿en años electorales, por ejemplo?) emerge la “anomalía” de un conflicto de intereses actuado simbólica e ideológicamente. Mi visión es otra: aún si se quiere seguir usando esas palabras, no hay tal (ocasional) “batalla cultural”, sino que la cultura es, por definición, un campo de batalla perpetuo; y donde, al revés, son los momentos de aparente “paz” los que deben considerarse “anomalías” producidas por la “hegemonía” del pensamiento dominante, que –como hubiera dicho Adorno– siempre pretende presentar la realidad (social, cultural, política) como reconciliada, o al menos potencialmente reconciliable. Para este pensamiento “hegemónico”, por ejemplo, los “problemas” de un sistema injusto y expoliador (pongamos el del sociometabolismo del capital, como lo denomina Istvan Mészaros) son “defectos” que al sistema le “falta” subsanar mediante la “profundización” de medidas compensatorias. Esto es exactamente lo que –entre tantos otros– Gramsci o Bajtin, cada uno a su modo, vienen a discutir. Vamos a la cuestión.
2 Antonio Gramsci y Mijail Bajtin son dos pensadores (y militantes) de izquierda extraordinarios que, aproximadamente en la misma época –entre las décadas de 1920 y 1930– tuvieron que sufrir durísimo castigo por su práctica teórica y política, el primero en la cárcel fascista, el segundo en los gulags del estalinismo (ambos, curiosamente, tuvieron una extraña relación con el papel en que escribían: Gramsci hacía salir sus Cuadernos de la cárcel en rollos de papel higiénico, Bajtin quemó buena parte de su obra para calentarse en las gélidas noches siberianas; ¿no es una descomunal metáfora de la materialidad conflictiva de la cultura?). Su valor indiscutible es el de haber enriquecido y complejizado la teoría marxista “ablandando” las rigideces del esquema “base económica/superestructura” para mostrar que la cultura (incluyendo la literatura y el arte, y empezando por la propia lengua que se habla) es ella misma un escenario “básico” de las relaciones sociales y políticas de poder. Tiene toda la razón María Pía López al recordarnos que, en este contexto, un “régimen de creencias que es, precisamente, el de la hegemonía (...) nos remite al orden de las clases”. Y aún habría que agregar más: con todo su estimulante “ablandamiento” de los mecanicismos del marxismo vulgar, ni Gramsci ni Bajtin renunciaron jamás al punto de apoyo de la lucha de clases para entender la cultura (Gramsci, incluso, no abandonó jamás la perspectiva futura de una “dictadura del proletariado”). Se puede aceptar o no ese punto de apoyo, pero convengamos en que partiendo de él como lo hacen los autores de marras, se torna problemática la afirmación de que “estas (las clases) confluyen aceptando aquello que no proviene de sus propias filas”, y que “(la de hegemonía) es noción que articula el conflicto y la conciliación”. Pero, “conflicto” y “conciliación” no son elementos preexistentes que pueden “articularse” en una “tercera posición” entre ambos, porque son inconmensurables: no pertenecen al mismo “territorio” teórico, ideológico, político. La mejor prueba de ello es que, aún a riesgo de simplificar un tanto, se puede perfectamente decir que las grandes teorías sociológicas y políticas, desde Platón hasta hoy, se dividen inconciliablemente entre las que piensan la sociedad y la política como “articuladas” por la lógica del conflicto o la de la conciliación. Por supuesto que en toda sociedad hay etapas de conciliación (entre clases) o de pactos (entre adversarios antagónicos); pero justamente son el efecto de una relación de fuerzas ganadas o perdidas en el conflicto. Si partimos –como lo hacen Gramsci y Bajtin– de que es el conflicto (entre las clases, con sus respectivas alianzas con fracciones de otras clases, etc.) el concepto “articulador”, la conciliación se subordina al desarrollo del conflicto (“empate hegemónico”, etc., en Gramsci). Esa lógica obliga, más tarde o más temprano, a elegir el “bloque” (de clases/alianzas) que cada cual apoyará en el conflicto “estructural”.
3 La “aceptación de lo que no viene de las propias filas” es, pues, testimonio de la hegemonía del adversario (se entiende que estamos hablando de los “bloques” antagónicos: los individuos pueden aceptar o rechazar lo que les venga en gana). Con todas las mediaciones y complejidades correspondientes, la hegemonía tiene siempre una naturaleza de clase. Cuando Bajtin habla de “dialogismo”, no se refiere a ninguna “transparencia comunicativa” al estilo Habermas, sino –más bien al contrario– a un diálogo conflictivo entre “acentos” sociales contrapuestos, en el que cada bloque intenta, efectivamente, “apropiarse” de la palabra del otro, y su triunfo “hegemónico” consiste precisamente en el ocultamiento del conflicto: por ejemplo, cuando se dice que alguien habla “español”, ese enunciado inocente es el síntoma de una hegemonía ocultadora del conflicto entre diversas lenguas (castellano, vasco, catalán, aragonés, galaico-portugués, etc.) que, en su momento, fue barrido bajo la alfombra de la unificación lingüística por parte del Estado franquista. La hegemonía por la que aboga Gramsci no es entonces la del Estado (eso es, en el mejor de los casos, una forma de “revolución pasiva”), sino la de la construcción “nacional-popular” (son palabras del propio Gramsci) conducida por las masas trabajadoras y sus aliados independientemente del Estado y las clases dominantes. Esa construcción, que en una primera etapa es contra hegemónica, tiene que partir, obviamente, del “sentido común” realmente existente, que incluye “lo que no viene de las propias filas” (por eso la hegemonía la tiene el otro), pero lo hace para desarrollar su propia búsqueda de hegemonía. Lo mismo hace el Estado –y más en particular, un gobierno–: cuando acepta incluir en su proyecto demandas “que no vienen de sus propias filas” (¿es eso lo que está diciendo la autora?, ¿que el actual Gobierno tuvo que aceptar demandas que no hubiera aceptado de haber sido mayor su hegemonía inicial?, es una hipótesis...) puede hacerlo porque las cree legítimas, o porque las va a utilizar para su propia construcción hegemónica, o por una combinación sui generis de ambas cosas (dar con la tecla correspondiente sería una buena manera de calificar a un gobierno). En todo caso, lo que no se puede suponer desde una perspectiva “gramsciana” es que el Estado planea en el cielo platónico, por encima del conflicto entre los bloques (de clases) de la sociedad. Para entender esto, entre otras cosas, sirve la noción gramsciana de “Estado ampliado”: el Estado incluye a la sociedad, y por lo tanto a sus conflictos, entre los cuales siempre termina tomando partido. Supongamos –es un decir– que la sociedad acepte que el centro de la “batalla cultural” está ocupado, no por el conflicto entre las clases, sino por dos contendientes llamados “Estado” y “Mercado”, como si en la sociedad capitalista el Estado nada tuviera que ver –y más aún, fuera el antagonista “irreconciliable”– con los resortes del poder económico. Si una sociedad cree eso, es porque hay, ciertamente, “hegemonía”, pero no precisamente la que desearía un Gramsci o un Bajtin.
4 En fin, permítaseme insistir en que –aunque mis propias conclusiones difieran en algunos puntos– el artículo de María Pía López es una bocanada de aire fresco en un clima de debate bastante enrarecido. Por suerte, no es lo único. A raíz del apoyo (con “reserva de crítica”, si puedo llamarlo así) que ha dado un número bastante impresionante de intelectuales, docentes y artistas a la conformación reciente del Frente de Izquierda, se viene produciendo entre muchos de ellos (o de nosotros) un muy rico debate que tampoco “lima la criticidad de lo que incluye”, con completa autonomía para criticar lo que se considere criticable de las ideas y prácticas de las izquierdas partidarias o no (las discusiones pueden leerse completas en el blog del Instituto de Pensamiento Socialista). Es decir: por un lado, intelectuales simpatizantes del Gobierno están dispuestos a hacer críticas sobre sus modos de construcción de hegemonía; por el otro, las duras izquierdas locales están dispuestas a escuchar críticas a sus propios modos políticos. ¿Será una muestra de aceptación de “lo que no viene de las propias filas”? De cualquier manera, como novedad, no es poca cosa.
* Sociólogo, profesor de Teoría Política (UBA).
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