Por Alejandra Dandan
¿Cómo se leyó y se interpretó en estos 35 años la última dictadura? ¿Cómo fue la construcción de la identidad de los desaparecidos? Emilio Crenzel, investigador del Conicet y profesor de la Facultad de Ciencias Sociales, sostiene que aún persiste el vínculo víctimas-inocentes que estigmatiza a los militantes y los presenta como “culpables”, al uso de lo que impusieron los militares. La pregunta es si este relato está cambiando con la recuperación del discurso político en los juicios de lesa humanidad. Crenzel acaba de repensar esos ejes para la reedición de su libro sobre la Historia política del Nunca Más que acaba de ser traducido al inglés.
–¿Qué cambió en la reedición del libro?
–Incorporé un nuevo eje. Marina Franco, investigadora del Conicet, encontró en su trabajo que durante el período ’73-’76 determinados grupos de centroizquierda y de izquierda tradicional empezaron a cuestionar el “terrorismo de ambos signos” y el ejercicio de cualquier tipo de violencia política. Con un discurso que uno podría reconocer como la génesis de lo que el Nunca Más va a expresar en el ’84 como condena bipolar a la violencia. Eso permite pensar que existió una crítica de la violencia política de ambos signos, desde el campo de la izquierda y del progresismo, mucho antes de que emergiera la llamada “teoría de los dos demonios” y permite historizar esta mirada y no reducirla a una determinación del gobierno radical. Y afirmar que así como el discurso que presentó a las víctimas del terrorismo de Estado despojadas de cualquier tipo de identidad política y resaltando sus valores morales se gestó durante la dictadura en respuesta a la persecución y estigmatización de la “subversión”, este discurso también puede reconocer una génesis previa. El Nunca Más va a articular esas dos trayectorias discursivas, supone la condena a la violencia y a su vez la despolitización de la identidad de las víctimas.
-–¿Hubo algún aporte específico del gobierno radical?
–En el período ’73-’76 hay un reclamo al Estado que va a persistir después del golpe para que restablezca el monopolio de la violencia. Había una ilusión de que el Estado iba a poner fin a la violencia de derecha y de izquierda. El Nunca Más condena esas dos violencias, pero establece que fue el Estado quien violó sistemáticamente los derechos humanos, derrumbando la negación, relativización o justificación militar de los hechos. Es decir, otorgó un estatus cualitativamente diferente a la violencia ejercida desde el poder, estableció su magnitud, y su carácter sistemático.
–¿Qué pasó desde entonces con la identidad política de las víctimas?
–El ’83 y ’84 significa la instauración de lo que Alejandro Kaufman llamó el paradigma punitivo. A diferencia de otros países de América latina, en Argentina se tramitó el pasado en el marco de los tribunales persiguiendo penalmente a las Juntas Militares y a las cúpulas guerrilleras. Eso obturó la asunción pública de esos compromisos militantes porque hacerlo podía significar afrontar un proceso penal. Así, la “memoria de la militancia” emerge cuando aparentemente se clausuró la posibilidad de tratamiento judicial después del indulto. Unos años después, se publican libros autobiográficos, se producen películas, documentales. Así es en el contexto de la impunidad de mediados de los noventa que surge la memoria de la política y también la reflexión académica cobra nueva dimensión.
–¿De qué identidad hablaban?
–La memoria de la militancia ha asumido un carácter diverso. En unos casos la exaltación acrítica. En otros, el testimonio renovó la literatura de las virtudes semejante a la presentación de la víctima-inocente, donde la militancia aparece idealizada, sin ser repensada en sus aciertos y errores políticos. Y hay pocos trabajos como el de Pilar Calveiro (Poder y Desaparición) o el de Emilio De Ipola (La Bemba) que presentan una reflexión crítica y distanciada de la experiencia.
–¿Qué pasa con esa lógica a partir de la reapertura de las causas?
–Los juicios a los represores, por un lado, vinieron a satisfacer una demanda de justicia incumplida durante 10 o 15 años. Ante crímenes que por su naturaleza convocan a la necesidad de que sean juzgados y castigados. Por otro lado, crearon nuevas audiencias, por ejemplo en algunas provincias, donde el Juicio a las Juntas fue visto como algo lejano o ajeno. Sin embargo, pese a la imposibilidad de persecución penal a quienes participaron de las organizaciones armadas tampoco estos juicios significaron que los testimoniantes que tenían militancia las expusieran plenamente, restringiendo la mención a sus compromisos sociales.
–¿Por ejemplo, diciendo Montoneros o el ERP?
–Ello refleja que el estigma sobre la militancia armada y política que produjo la dictadura todavía tiene vigencia. De alguna manera, la respuesta que postulaba a los desaparecidos como víctimas-inocentes reforzaba la idea de que había una frontera en la construcción del sujeto de derecho que excluía a los culpables. Postular a las víctimas así, contestaba la estigmatización dictatorial pero a la vez la afirmaba porque legitimaba el binomio de inocente y culpable. La interdicción que todavía pesa sobre la militancia política revela la persistencia de este estigma dictatorial en la sociedad argentina que de alguna forma se reproduce en los discursos sobre la seguridad cuando se cuestionan los “derechos humanos de los delincuentes”. Ese es el gran legado negativo que dejó el discurso de la dictadura sobre los perseguidos. Y no fue rebatido del todo por quienes la enfrentaron: la pervivencia del discurso de la víctima-inocente cuando las amenazas de persecución desaparecieron significó la legitimación de esa diada de inocencia y culpabilidad, y la certificación del prisma jurídico para pensar la política.
–Podría pensarse que ahora es distinto. En los juicios, por ejemplo, los Hijos rescatan de modo categórico la identidad política de sus padres.
–Hay que decir que aquella presentación de los desaparecidos enfrentaba un discurso que negaba su propia existencia. Presentar los datos identitarios básicos de los desaparecidos, el nombre, documento, lugar de residencia, ocupación, buscaba restituir las humanidades negadas de plano por la dictadura, pero a la vez aceptaba la frontera de la que hablábamos antes. En relación a lo nuevo, Hijos es parte de esta restitución de los compromisos políticos que se opera a mediados de los ’90. Es interesante porque ello permite discutir ideas a mi juicio simples y erradas sobre la relación entre memoria y poder que proponen que la memoria es fruto de la voluntad directa y unívoca del poder. Tanto la narrativa humanitaria de los desaparecidos en clave de sus identidades básicas o las que vuelven a restituir los compromisos, surgen desde la sociedad civil y luego son asumidas desde el Estado. Porque la narrativa humanitaria no la crea el Nunca Más. Se fue gestando en el enfrentamiento contra la dictadura, a partir de la derrota del alegato en clave revolucionaria y del contacto del movimiento de denuncia con las redes trasnacionales de derechos humanos que privilegiaban la recolección de los datos identitarios básicos de las víctimas por sobre sus compromisos políticos. Desde 2003 para acá, se opera cierta restitución de las claves políticas la cual ya había cobrado fuerza en la sociedad civil desde mediados de los ’90, con la proliferación de libros testimoniales, películas y el surgimiento de Hijos. Así, tanto los gobiernos de Alfonsín y Kirchner estatalizaron, en buena medida, discursos ya existentes sobre este pasado.
–Entonces Hijos esté introduciendo una identidad fuera del estigma.
–Hay cierta apertura a estos problemas, pero es incipiente. Aún en el nuevo prólogo del Nunca Más, no se presentan los compromisos políticos de los desaparecidos. Asimismo, en fallos judiciales recientes la proposición de que los perseguidos constituían un “grupo nacional”, para encuadrar así los crímenes en la tipificación internacional del delito de genocidio, vuelve a despolitizar a los desaparecidos, que no constituían un grupo con esas características. Incluir las dimensiones políticas es parte de una deuda más amplia de la izquierda argentina de pensar la propia práctica y comprender el sentido de la violencia represiva. Desechar la teoría de los dos demonios no debería convertirse en una coartada para evitar pensar las responsabilidades que tuvo la izquierda armada y no armada en el proceso político o para obliterar los compromisos de los desaparecidos.
–Los juicios parecen tener la intención de construir verdad histórica. ¿Son lugares para hacerlo?
–Más allá de lo positivo de los juicios, el encuadre judicial tiene fronteras en la indagación de la verdad. Lo que busca es establecer responsabilidad penal. En cambio hay otro tipo de verdad que es fruto de la construcción de conocimiento histórico sobre el proceso político y social que hizo posible que la sociedad argentina resolviera de la manera que tramitó sus diferencias. Que aporte para pensar aspectos clave del pasado que no van a ser materia de tratamiento judicial, como las responsabilidades políticas y morales; aspectos que distan de estar claros: cómo se construyó una decisión de exterminio de carácter político y por qué esa decisión tuvo la forma de la desaparición forzada. También para comprender las relaciones que estableció la sociedad argentina con el ejercicio del terrorismo de Estado. Desde las elites económicas, políticas o religiosas hasta los hombres y mujeres comunes. Esta historia está por escribirse.
–¿A quién está discutiendo?
–Lo que planteo es el carácter polisémico de la verdad. Verdad histórica y no sólo jurídica. Discuto la idea de que el castigo, aunque necesario ya que establece la ley, sea el único camino para evitar que se reiteren los crímenes. Y también en relación a la memoria: habría una complejización pedagógica del proceso de transmisión a partir de la elaboración de una verdad más amplia. Ello requiere incluir pero a la vez trascender el escenario de los tribunales. En este camino, los intelectuales no debemos eludir la responsabilidad.
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