Por Verónica Torras *
Al asumir las reivindicaciones históricas del movimiento de derechos humanos como núcleo de su programa político, el kirchnerismo las incorporó a un relato propio y disruptivo en relación con las narrativas estatales preexistentes. Sus puntos salientes podrían sintetizarse de este modo: 1) Memoria, verdad y justicia como acciones inseparables: a) memoria como espacio de conflicto y resistencia; b) verdad como construcción relativa y c) justicia sin condicionamientos. 2) Relato sobre la etapa más trágica de nuestra historia nacional basado en: a) comprensión del terrorismo de Estado como fenómeno político, económico y social; b) rechazo explícito a la “teoría de los dos demonios”; c) reivindicación y evocación política de la generación diezmada por la dictadura. 3) Apelación a los organismos de derechos humanos como fuente de referencia ética. 4) Postulación de un punto de inflexión histórica asociado al cumplimiento del proceso de memoria, verdad y justicia que implicaría al mismo tiempo un corte con el pasado y una refundación de la identidad colectiva.
Esta nueva narrativa histórica ha sido criticada por constituir un intento de inscripción “forzada” de los derechos humanos en la tradición populista. Sin decirlo, el argumento deja en evidencia que la concepción liberal-democrática de los derechos humanos imperó en el discurso público (aunque no en el del movimiento de derechos humanos) hasta la llegada del kirchnerismo al poder. El reclamo de ciertos sectores políticos e intelectuales por el debilitamiento de los derechos humanos como factor transversal de congregación social y política se sostiene en esta cosmovisión dominante hasta 2003 y entraña una crítica al kirchnerismo por haber reordenado el discurso de derechos humanos en clave nacional y popular, y haber convocado desde allí por primera vez a sus principales íconos a sumarse a un proyecto colectivo que al mismo tiempo se encarnaba en ellos y los trascendía.
Es cierto que el movimiento de derechos humanos en nuestro país constituye una reserva ética de la sociedad y que su aparición en el marco de los regímenes autoritarios de América latina, le otorgó una identidad y un espacio singular en la vida pública, transversal al de los partidos. Frente al terror impuesto desde el Estado durante la dictadura, los organismos de derechos humanos se constituyeron en su antagonista más inflexible y lo hicieron en nombre de valores universales, los únicos que podían ofrecer amparo frente a una amenaza tan omnipotente. Pero esto que se asume como un rasgo intrínseco del movimiento de derechos humanos (su independencia respecto del poder, su anclaje en principios de orden universal) no debería convertirse en un axioma sustraído a las alternativas cambiantes de las luchas políticas.
En primer lugar, aquella distancia con el Estado que fue esencial a los organismos en su origen, no extraía su sentido de una posición de principios liberal-democrática, aunque hubiera contribuido indirectamente a fortalecerla, sino de una lucha política concreta contra el autoritarismo de Estado. En segundo lugar, hubo una decisión táctica de familiares y víctimas que llevó a plantear la denuncia de lo sucedido en términos de derechos elementales conculcados y bajo el amparo de principios humanitarios universales, lo que contribuyó a obtener márgenes de aceptación social más amplios y disminuir los niveles de exposición, al mismo tiempo que distanció la tragedia de su sustrato histórico nacional.
¿Qué pasó en 2003? El Estado se propuso a sí mismo –englobando en este gesto de contrición a los diferentes gobiernos democráticos desde el inicio de la transición– como quien debía reparar la impunidad que los partidos mayoritarios habían aceptado como “método de convivencia” durante muchos años y como quien tenía la obligación de ofrecer una respuesta ética y política sin restricciones al reclamo de justicia del movimiento de derechos humanos. Incluso fue más allá: el kirchnerismo se autoinscribió en la estirpe de los organismos más emblemáticos y recuperó la dimensión nacional de la tragedia en los términos políticos que la mayoría de ellos suscribe. Así, rompió la distancia que habían impuesto los gobiernos anteriores en contextos muy disímiles. En efecto, el radicalismo elaboró en los albores de la postransición la primera respuesta estatal frente a los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado y lo hizo bajo las premisas de garantizar la estabilidad institucional, mantener una equidistancia entre posiciones extremas sobre la historia reciente de nuestro país y asegurar un piso de justicia bajo ciertas limitaciones autoimpuestas. El menemismo, en cambio, propuso la reconciliación nacional y la reconversión de las Fuerzas Armadas en el marco de un proyecto que apostaba a pacificar el país para transformarlo en sus estructuras económicas y sociales en sintonía con los cánones del neoliberalismo imperante.
Es probable que la política de derechos humanos del kirchnerismo sea tributaria de ambos gobiernos aunque esto no se explicite: sin el Juicio a las Juntas y la transformación operada en el rol de las Fuerzas Armadas, hubiera sido tal vez imposible iniciar el camino que se inauguró en 2003. Del mismo modo es innegable que hubo desde entonces una apuesta inédita, diferenciada, que nunca antes se había ofrecido desde el Estado y que no parecía estar en el horizonte inmediato de los reclamos populares ni ser un capital político de gran atractivo en el momento en que el kirchnerismo llegó al poder.
En este sentido, lo que sucedió en 2003, no es que los organismos de derechos humanos –algunos de ellos, los más representativos para la mayoría de la sociedad– “se corrieron” como suele decirse de su sitial de independencia sino que el poder político se ofreció nítidamente, y por primera vez desde la restauración democrática, como vehículo de las luchas históricas que esos organismos habían mantenido de modo inclaudicable por más de treinta años. No son las organizaciones quienes deben dar explicaciones por este desplazamiento entonces, ni puede imputarse a ellas una defección moral por este suceso. Por otra parte, no se trató estrictamente de una novedad: el movimiento de derechos humanos en nuestro país nunca se caracterizó por reivindicar una condición de neutralidad frente al poder, ni por la falta de interlocución con los gobiernos ni por la indiferencia ética respecto de sus políticas.
De este modo, cabe preguntar ¿no debería buscarse la explicación a este proceso en el cambio de la política oficial en esta materia más que en cálculos aviesos de cualquier otro orden? Y además, ¿qué expresa la reacción actual frente a la implosión que produjo el kirchnerismo en el universo de los derechos humanos? ¿Es el temor de la sociedad a perder una parte de sí misma que se forjó en la lucha contra el autoritarismo? ¿El recelo de la intelectualidad crítica por el extravío de un recurso de impugnación frente al Estado? ¿O el deseo de los poderes fácticos de desactivar un núcleo de legitimación política de las actuales transformaciones cuya verdad ética se sostiene en la densidad de la historia y desde allí resiste a los embates del presente?
* Fue directora de Comunicación del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) entre 2005 y 2010. Actualmente escribe su tesis para obtener la licenciatura en Filosofía sobre “Los derechos humanos como fundamento de la reconstrucción ética y política en el período 2003-2010”.
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