domingo, 27 de junio de 2010

LA IGLESIA VS. SARAMAGO


www.elargentino.com y Revista Veintitres (alli la nota completa)

La guerra póstuma de Saramago

Por Diego Rojas

Es algo extraño lo que pasa cuando muere el autor de algún texto que marcó nuestra existencia. Quedan las palabras impresas, el sentido atrapado de esa narración o poesía, el recuerdo del placer o el goce de la lectura y, también, la certeza de que es imposible que aquello se repita con los mismos trazos, las mismas formas. Cuando la semana pasada se supo que José Saramago había muerto, a los 87 años, millones de lectores sintieron esa aprensión que sucede a las malas noticias. Ya no se podrían leer novelas como El año de la muerte de Ricardo Reis, El evangelio según Jesucristo o Ensayo sobre la ceguera, entre muchas otras. Saramago había muerto. Todos estaban afligidos, conmocionados. Es decir, casi todos.

L’Osservatore Romano, el órgano oficial del Vaticano, publicó un particular obituario del escritor. “Fue un hombre y un intelectual de ninguna admisión metafísica, hasta el final anclado en una proterva confianza en el materialismo histórico, alias marxismo”, decía el artículo firmado por Claudio Toscani. “Uncida como estuvo siempre su mente por una desestabilizadora banalización de lo sagrado y por un materialismo libertario que cuanto más avanzaba en los años más se radicalizaba, Saramago no dejó nunca de sostener una simplificación teológica inquietante: si Dios está en el origen de todo, él es la causa de todo efecto y el efecto de toda causa”, continuaba. El cadáver de Saramago todavía no estaba completamente frío.

Sin embargo, no habría que indignarse: las guerras de ideas no se detienen porque uno de los contendientes muera. Y Saramago, de creer en la vida después de la vida, hubiera disfrutado de este enfrentamiento póstumo con los ideólogos de la superstición religiosa. Aunque vale aclarar que es señal de honorabilidad rendir homenaje al enemigo en el momento en que cesa su existencia, si se considera que fue un digno oponente. El diario del papa Joseph Ratzinger estuvo lejos de esa actitud.

Tal vez tenía razones: Saramago no sólo se había convertido en un exquisito narrador, condición que le valió ganar el Premio Nobel de Literatura en 1998, sino que había hecho de la militancia una de sus pasiones. Convencido comunista, consideraba que una de sus tareas era sacudir de las conciencias al opio de los pueblos –tal como calificaba Karl Marx a las religiones–. No sólo apoyaba, entonces, a los movimientos políticos de liberación que se esparcen por el mundo, sino que reflejaba en obras o discursos una férrea oposición a la existencia de seres divinos o a la posibilidad de vida después de la muerte. En El evangelio según Jesucristo o en Caín, su última producción literaria, había plasmado sus obsesiones sobre el asunto y determinado que, en todo caso, los dioses recogían las peores características del ser humano, como la omnipotencia, la tendencia a la violencia, la rigidez de pensamiento o el autoritarismo.

“Saramago defendió a los palestinos con una claridad formidable, como pocas veces se mostró frente al Estado de Israel –señala el padre Luis Farinello a Veintitrés–. Se comprometió con su tiempo y siempre puso toda la carne al asador en sus argumentaciones, que a veces redundaban en posiciones que negaban todo valor a la religión, con lo que no acuerdo. Me siento más cerca de lo que dijo Ernesto Cardenal que lo que planteó esa nota, que refleja a una Iglesia conservadora, cerrada en sí misma, lejana de las angustias del hombre de hoy.” Cardenal, poeta que fue ministro sandinista durante la revolución nicaragüense, había afirmado: “Era un gran escritor, merecedor como pocos del Nobel, pero además un bello ser humano, un comunista profundamente honesto, defensor de todas las buenas causas, un hombre humilde”.

 

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