Por Ana González *
Todas las mujeres, de todas las edades, clases sociales o apariencia física somos susceptibles de sufrir un ataque sexual o violación. Sabemos lo difícil que fue, y aún es, que nos animemos a denunciar. Sabemos cuánta revictimización se puede sufrir en una comisaría o institución sanitaria. Sabemos que muchas veces son las víctimas las investigadas y no los perpetradores, y sabemos que muchas veces la Justicia los absuelve porque no perdimos la vida defendiendo nuestra “honestidad”, aunque tuviéramos un arma en la cabeza o nos inmovilizara el terror. Las mujeres con menores recursos económicos y “poder social” llevan la peor parte en estas circunstancias. Les resulta mucho más difícil aún acceder a la Justicia.
¿Pero qué pasa cuando a todos los elementos mencionados le debemos agregar el de la discriminación racial y étnica? Cuando la agresión sexual contra las mujeres está agravada por las circunstancias de ser una práctica “habitual”, y en algunos parajes de nuestra geografía se podría decir hasta sistemática, como es el “chineo”. No es una práctica desconocida. Un juez de casación la definía muy bien en un fallo del 2008: “Se sabe que el llamado ‘chineo’ es una pauta cultural de nuestro oeste provincial. Se trata de jóvenes criollos que salen a buscar ‘chinitas’ (aborígenes niñas o adolescentes) a las que persiguen y toman sexualmente por la fuerza. Se trata de una pauta cultural tan internalizada que es vista como un juego juvenil y no como una actividad, no ya delictiva, sino denigrante para las víctimas”.
Es de suma gravedad que abogados defensores de los agresores, y hasta magistrados, hagan un ejercicio ilegítimo y hasta ilegal de la antropología cuando intentan recurrir a “la costumbre” o a la “cultura” para justificar o “atenuar” un delito y una práctica aberrante que contiene agravantes discriminatorios de género, etnia, edad y condición socioeconómica, por lo menos.
La ocupación militar de la región del Gran Chaco (Formosa, Chaco, una parte de Salta y el norte de Santa Fe), conocida como la conquista del desierto verde, tuvo lugar entre finales del siglo XIX y hasta alrededor de la década del ’40 del siglo XX. Los partes militares consignaban, por ejemplo: “El Regimiento 12 de Caballería atacó la toldería del Capitanejo Naguagnery, a quince leguas al NE del ‘Monte de la Viruela’...”los resultados fueron óptimos pues las pérdidas de los salvajes fueron: 90 indios de pelea muertos, 11 indios de pelea prisioneros, 10 chinas muertas, 94 chusmas(1) prisioneros, 465 caballos, 10 mulas, 121 animales vacunos, 159 ovejas y 81 cabras (Scunio, 1971 pág. 255)(2). El recuento de hombres, mujeres, niños y ancianos –muertos, heridos o prisioneros– ocupaba el mismo lugar que el de los animales capturados. Parecerían crónicas de la conquista española, sin embargo son partes militares de 1883, en plena consolidación de la República Oligárquica agroexportadora, y con la Constitución nacional de 1853, que consagraba el derecho de gentes, vigente.
En todos los casos las mujeres (chinas) eran violadas, sometidas a servidumbre sexual y explotada su fuerza de trabajo, mientras que previamente les eran arrancados sus hijos. Los criollos que se fueron asentando en estas tierras ancestrales de los wichí, qom, pilagá, moqoi, tapiete, chorote, chané, etc., “conquistadas” a sangre y fuego, siguieron con estas prácticas aberrantes sin tener casi nunca una sanción social ni judicial. Estos antecedentes conformaron una matriz racista y discriminadora que “naturalizó” estos delitos, del tal manera que no ha habido reacción judicial o institucional sino hasta muy recientemente.
El chineo es practicado todavía en algunos lugares, por varones criollos, no indígenas, pudientes o pobres, que salen a “ramear” de los pelos a una “chinita” y violarla entre varios, y se mantiene, aunque cueste creerlo, como práctica relativamente “habitual” hasta nuestros días.
La impunidad con que se mueven los agresores está, las más de las veces, apañada por diversos agentes estatales locales y por la sociedad no indígena misma. Cuando las víctimas intentan denunciar, se las hace callar con un chivo o una vaca. Si no acepta, ella y su familia sufrirán amenazas y agresiones violentas. El silencio no es “costumbre”, es simplemente una brutal disparidad de poder, de imposibilidad de poder hacerse oír por las instituciones que tienen la obligación de proteger derechos humanos, pero muchas veces reproducen el racismo y la discriminación estructural. El silencio es desamparo y desprotección, es dolor y humillación contenidos, no sólo de las mujeres indígenas, sino de toda su etnia, de toda la comunidad.
El 19 de febrero tuvo lugar en el Departamento de Rivadavia Banda Sur, provincia de Salta, un caso en que una niña wichí de 14 años fue brutalmente golpeada y violada por lo menos por cuatro criollos. El tema está en manos de la Justicia y hay varias instituciones interviniendo. Es de esperar que los mecanismos de protección de derechos, en el que la Justicia juega el rol principal, funcionen y hagan honor a nuestra Constitución nacional, en la que se establecen los derechos humanos como el nuevo marco de convivencia en nuestro país.
Un caso muy similar sucedió, en el 2003, contra una niña qom (toba) de la localidad de El Espinillo, provincia de Chaco. El mismo, a pesar de la intervención en su momento, de la Secretaría de Derechos Humanos de Nación, dio lugar a un fallo judicial aberrante en el que se absolvió a los perpetradores. Un fallo que era un monumento a todas las formas de discriminación posibles: de género, por edad, étnica, por condición socioeconómica, etc. El caso llegó a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU y el Estado nacional y provincial debieron reparar a la niña y su familia.
Si bien las mujeres criollas o no indígenas, las mujeres urbanas o rurales, podemos ser víctimas de violación, la práctica sistemática de la violación sólo la sufren las mujeres víctimas de las redes de trata, a las que se reduce a esclavitud sexual, mientras que las mujeres indígenas, por lo menos del Gran Chaco, de donde hay abundante información, son víctimas “habituales” de “chineo”. Las situaciones específicas requieren de respuestas y políticas específicas, porque en nuestro país hemos aprendido dolorosamente que la impunidad siempre trae más impunidad. A las mujeres nos tomó décadas visibilizar, y que se condene jurídica y socialmente la violencia de género. Todavía queda mucho camino por andar.
(1) Mujeres, niños y ancianos.
(2) Capitán Alberto D. H. Scunio, 1971 Círculo Militar, Buenos Aires.
* Antropóloga Social.
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