F. Scigliano y D. Sánchez
El acto del viernes en Parque Patricios fue la presentación pública de la masividad juvenil kirchnerista. Después de la muerte de Néstor y con el murmullo mediático alrededor de La Cámpora, una columna impresionante bajando por la calle Colonia mostró el crecimiento de la militancia y probó, por si hiciera falta, que la relación del gobierno con la juventud es bastante más que discursos de ocasión o buenas intenciones
Recurriendo a una unidad métrica más cercana a la precisión que a la especulación del deseo, alguien calcula: “Yo vine a Huracán a ver a los Redondos. Habían metido 40.000 personas y estaba al taco”. Pero por lo bajo, aunque importaba saber si el estadio iba a reventar o no, la contabilidad parecía pasar por otro lado. Parados en la esquina de Colonia, viendo cómo bajaba la interminable fila de humanos, la pregunta que se venía macerando en las últimas semanas al fin reflotaba: menos que saber cuántas personas había, lo que importaba era ver cuánto había crecido La Cámpora. Ese parecía el sentimiento más generalizado entre los que pateaban la tórrida tardecita de Parque Patricios. Era la primera vez desde la muerte de Néstor Kirchner que la agrupación participaba de un acto de esta envergadura y los ojos también se posaban ahí: había que demostrar que si estaba de moda hablar mal de ellos en la prensa hegemónica, era porque verdaderamente eran una fuerza política que estaba en condiciones de convocar multitudes juveniles como hacía décadas no pasaba en la Argentina.
Rock de mi país. Ya desde las 12 del mediodía, siete horas antes del horario estipulado para el comienzo del acto, el movimiento en la esquina de Caseros y La Rioja empezó a acelerarse. Uno tras otro, comenzaron a llegar micros desde el interior que hacían la parada técnica en el local que la juventud tiene allí. Bajar, acomodar los palos para las banderas, organizar los flameadores, cargar en el local varios packs de agua mineral y encarar para Caseros y Jujuy, punto de encuentro de la columna que iba a marchar hacia el estadio. En total, cuatro horas de hormiguero y disciplina organizativa en medio de un calor agobiante.
La escena estaba protagonizada por una cantidad de pibes y pibas muy jóvenes, todos con su remerita iconográfica. Veamos: un grupo de tres chicas que bajan de un micro que llega desde la provincia de Buenos Aires, remera Cris Pasión para dos, remera La Cámpora, la tercera. Una pareja camina con un agua mineral cruzando Caseros hasta sentarse a la sombra de un árbol en el parque, él remera negra de La Cámpora universidad, ella una que dice “Locas por Cristina”, llena de colores. Cultura de época, según parece, todos van con las consignas pegadas al cuerpo, como en un gesto doblemente afirmativo de reconocimiento. “Soy kirchnerista, banco al Gobierno y me lo pongo en la remera para que todos lo sepan”, parece decir cada uno de los que nos cruzamos por el barrio.
La escena estaba protagonizada por una cantidad de pibes y pibas muy jóvenes, todos con su remerita iconográfica. Veamos: un grupo de tres chicas que bajan de un micro que llega desde la provincia de Buenos Aires, remera Cris Pasión para dos, remera La Cámpora, la tercera. Una pareja camina con un agua mineral cruzando Caseros hasta sentarse a la sombra de un árbol en el parque, él remera negra de La Cámpora universidad, ella una que dice “Locas por Cristina”, llena de colores. Cultura de época, según parece, todos van con las consignas pegadas al cuerpo, como en un gesto doblemente afirmativo de reconocimiento. “Soy kirchnerista, banco al Gobierno y me lo pongo en la remera para que todos lo sepan”, parece decir cada uno de los que nos cruzamos por el barrio.
Sin embargo, si hablamos de iconografías pegadas al cuerpo, el que se lleva más de la mitad de las remeras es el Eternauta con la cara de Néstor, verdadera imagen del año de la militancia joven. Tal vez pocos lo sepan pero esa imagen apareció por primera vez hace exactamente un año como una de las formas (una más) de convocar al acto que para la misma fecha se hacía en Ferro, con Néstor Kirchner como principal orador. Era un afiche blanco con el Néstornauta en negro y a sus pies, con la tipografía clásica de la revista Fierro, decía “Ferro”. Pocos lo vieron, de hecho tuvo una circulación más bien acotada, centralmente en las redes sociales. La imagen estaba destinada a la fama. El 14 de septiembre, cuando se realizó el ya mítico acto de las juventudes políticas kirchneristas en el Luna Park con Néstor aún convaleciente y Cristina como oradora central, el ingenioso diseño se impuso, entre otros candidatos, como marca del acto. Desde el 27 de octubre el Nestornauta es el sello iconográfico indiscutible de una generación de nuevos militantes políticos que no dudan en llevarlo a todos lados, como si fuera un talismán.
Larga marcha. Ni bien empezamos a transitar la enorme columna de varias cuadras con la que La Cámpora avanza por Colonia rumbo al estadio, lo primero en lo que se piensa es en el dinamismo y la velocidad con la que a veces se dan a los procesos políticos. Y ante la perplejidad que causa ver la multitud de jóvenes que saltan y cantan e inflan sus pechos de mística kirchnerista bajo un sol impiadoso, lo que se busca es una explicación para lo que se está presenciando. Es falso decir que esta explosión de la militancia es consecuencia de la muerte de Kirchner porque la generación espontánea en política no existe y este presente habría que encuadrarlo en un proceso temporalmente más vasto de crecimiento de las organizaciones juveniles; y al mismo tiempo, sería necio no incorporar al análisis de esta masividad inédita el baño de mística que supusieron las jornadas de despedida de Néstor a fines de octubre de 2010. Esto es en tren de ponerse a pensar media hora después de que la columna pasó, porque lo que sucede mientras los miles de chicos caminan impresiona y llama más bien al silencio y a la suspensión del análisis.
“¡Escuchá, escuchá!”, grita uno con remera de la Juventud Sindical y apunta su celular al horizonte. La llegada de esa columna conmueve y se hace inevitable que los que observan de costado lo hagan con una sonrisa y levantando el celular para que del otro lado de la línea alguien reciba un magma de voces colectivas en plena ebullición. “Llegó La Cámpora, señores” y adentro de ese brazo largo hay de todo: murgas, bombos, chicos y chicas con remeras blancas que indican el terruño donde, un buen día, decidieron que había que plantar la semilla de la militancia: La Cámpora Bajo Flores, La Cámpora Caballito, La Cámpora comuna 12, La Cámpora Diversia, brazo militante de aquel fogoso y necesario debate nacido al calor de la Ley de Matrimonio Igualitario. La política, se sabe, tiene actos de habla que parecen resistir el paso del tiempo: ahí están los bombos, la marchita, las alusiones cantadas a Perón. Pero también es una ciencia misteriosa y extraordinaria que cuando abre los brazos recibe todo, como un cuerpo que más que cambiar por fuera, prefiere modificarse por dentro. Lo novedoso de la liturgia, entonces, parece eso: abrir las puertas de la percepción a biografías que tal vez no reparen en lo que se celebraba ese mismo día hace 33 años porque están demasiado ocupados en celebrar su propio y festivo ingreso a la política. Su propio 11 de marzo.
Primera vez. “Cómo están los pibes, eh”, reflexiona un hombre de cuarenta y tantos, manos curtidas y remera de Foetra. El rostro apabullado parece menos percudido por el calor que por la visión de un estadio repleto donde el promedio de edad tira poderosamente hacia abajo. Resulta inevitable pensar que de eso se trata el tan mentado florecimiento de las mil flores: militantes históricos, ya sea del sindicalismo o del brazo que se resignó hace décadas a marchar en soledad, gente de la columna vertebral del peronismo y gente que le tocó ser a ellos mismos la nueva militancia pero veinte años atrás, reunidos ante el asombro y la alegría de ver a sus hijos correteando en el pasto y las gradas de un estadio al taco. Pero corretear, acá, no es sinónimo de compañía pasiva o travesura infantil: se trata de una presencia que viene a reclamar su derecho a la apropiación del mito. “Vinimos por Néstor y Cristina, porque por primera vez tenemos un proyecto que nos pertenece”, declama una chica que lleva el rostro de la Presidenta en la espalda, sobre el lema “BanKando a Cristina”, y cuyas facciones invitan a reflexionar qué quiere decir primera vez para alguien que apenas supera los veinticinco y que en el 2003, probablemente, estuviera debutando en el sufragio universal. Ocho años: sólo ocho años pasaron desde que la política pasó de ser una obligación instituida en las clases de Educación Cívica del secundario a una obsesión que decora las habitaciones, las remeras y los días de miles y miles de jóvenes.
Y desde abajo, cuando terminó la entonación protocolar de un himno nacional cantado hasta donde no tiene letra (el público argentino tiene el privilegio de saber cantar hasta la sección instrumental de cualquier hit) y la Presidenta se paró frente al micrófono apenas pasadas las siete de la tarde (“Florencia me pidió que fuera puntual porque hace mucho calor”, diría) empezó lo que parecía, pese a la multitud, una reunión familiar. Es que Cristina marca todo el tiempo a la juventud como su interlocutor: ustedes ahora, y yo cuando era como ustedes. Continuidad y ruptura, tradición y futuro, y en el medio la palabra Cámpora con un pie en cada mundo. El viernes, además, Cristina les hablaba efectivamente a sus hijos Máximo y Florencia, que encabezaron la columna de la juventud y entraron al estadio con todos. Militancia y alegría, términos que vivieron separados durante mucho tiempo y cuya unidad comenzó a proclamarse como imprescindible en los últimos años. Muchos –aunque muchos también sabían que está en el gen del kirchnerismo no mostrar las cartas hasta el último momento– querían escuchar la palabra reelección de boca de la Presidenta pero la mayoría había ido ahí para cumplir un festivo y visceral ritual de unidad. El discurso de la Presidenta, teñido de un llamado a la construcción, al empuje y a no bajar los brazos porque hay que seguir teniéndolos abiertos para recibir a lo que todavía queda por llegar, fue el acto principal de una fiesta más grande que incluía batucadas, botellas cortadas a la mitad llenas de esa fresca ambrosía llamada sangría, y besos y risas y poses para las fotos que a las pocas horas llenarían los muros de Facebook de etiquetas compañeras. Muros como el de Julieta, de 18, que el viernes puso: “Todos a Huracán a bancar el proyecto nacional y popular”. Lo potente de ese episodio, y tal vez lo que dibuje mejor que nada el clima de estos meses, es que Julieta vive en un barrio de clase media del conurbano, que acaba de terminar la secundaria en un colegio privado de la zona, y que la política durante todos estos años pasó más bien lejos de la cena familiar. Pero algo de la época la encendió, algo que es un arcano indescifrable pero con consecuencias contundentes que hicieron que Julieta combinara tren y colectivo con cuatro amigos, también de su barrio y con historias similares, y se entregara a la fiesta militante de Huracán. Julieta es la segunda vez que va a un acto masivo en su vida. La primera vez fue cuando fue a llorar a Néstor.
Ni un camino sin andar. El discurso, corto, contundente y emotivo, terminó como terminan los buenos actos políticos: dejando flotar en el aire las voces de los oradores, el sentido de sus palabras, y dando paso a la música que siempre es el soundtrack interno de las desconcentraciones. Pero inclusive ahí también, en el orden de las canciones de cierre, hubo una línea de tiempo y de referencias que surcó el denso aire estival para darle la razón a la Presidenta cuando pidió que no se enrrosquen en discusiones bizantinas. El primer tema, la marcha de Hugo del Carril, sonó como un mandato litúrgico que, si bien fue entonada por todos, parecía bullir en el mercurio de un termómetro simbólico y estético que le queda lejos a esos militantes que seguían en el pasto, bailando como figuras fosforescentes en su propio verano del amor. Una canción para las gargantas de los mayores que emprendían la vuelta a casa pero una introducción a los himnos del corazón de aquellos que no se querían ir y por eso se quedaron cantando su ritual generacional: Los Piojos, la inevitable Juguetes Perdidos de los Redondos, inclusive Tu amor de Charly y Aznar como prueba de que la militancia es también hija de esa canción de todos, más cercana en el tiempo y más acorde a la flexibilidad de una mochila sin peso, que supo surcar el largo florecer de la primavera democrática.
La salida fue menos organizada pero no menos fervorosa que la llegada. Los últimos en irse siguieron cantando y flameando banderas hasta que llegaron a la boca del subte, al local de Caseros, a la parada del colectivo o a las míticas parrillas del barrio como si su presencia no fuera algo que termina cuando se apagan las luces que la hacen visible. A fin de cuentas, algunos estaban ahí para decir que estaban, otros muchos para agradecer porque podían estar y todos para confirmar que seguirán estando un buen rato más.
Fuente: Miradas al Sur
0 comentarios:
Publicar un comentario