Por Ricardo Ragendorfer. Periodista.
Suspender la convocatoria al escritor peruano hubiera sido interpretado como un acto de censura. Y en caso de que, en vez de referirse a su obra, expusiera su visión de la realidad, mejor. Porque así se mostraría tal cual es.
Quizás no haya sido ingenua la decisión tomada por los organizadores de la Feria del Libro al elegir a Mario Vargas Llosa para pronunciar el discurso de apertura nada menos que en un año electoral. A la vez, fue entendible, tanto el pedido del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, al titular de la Cámara Argentina del Libro y responsable del evento, Carlos de Santo, de reconsiderar tal invitación, como también la sugerencia presidencial al propio González para que retire dicha solicitud. Suspender la convocatoria al escritor peruano hubiera sido interpretado como un acto de censura. Lo cierto es que a esta altura de nada sirve que no hable. Y en caso de que, en vez de referirse a su obra, expusiera su visión de la realidad, mejor. Porque así se mostraría tal cual es. En cambio, no es aconsejable polemizar con él, dado que sería como discutir de astronomía con alguien que cree que la luna es un pedazo de queso gruyere.
En estos días han corrido ríos de tinta sobre la valía de Vargas Llosa como escritor, en contraposición al carácter execrable de su ideología. Ello sólo es un giro –centrado en su persona– del reiterado e insondable debate acerca de la relación entre la literatura y la política. ¿Hasta dónde la Weltanschauung de un novelista debe estar a la altura de su excelencia con la pluma? Al respecto, vale exhumar una reflexión escrita por Trotsky en la Partisan Review (1938): “En toda creación artística o literaria se halla implícita una suerte de protesta, consciente o inconsciente, activa o pasiva, optimista o pesimista, en contra de la realidad.” Ese rasgo distintivo también en-globa obras de tipos como Borges –pese a su gorilísmo– y Pound –pese a sus ideas fascistas–. Claro que Vargas Llosa no es en ese sentido una excepción. Pero mientras los dos primeros sólo eran escritores con creencias políticas poco felices, el reciente Premio Nobel es, además, un cuadro crucial de la ultraderecha conservadora.
Ya en 1980 provocó sorpresa su giro hacia esa postura, puesto que hasta entonces había mostrado un perfil izquierdista. En 1983 fue nombrado presidente de la Comisión Investigadora de Caso Uchuraccay, cuya misión era echar luz sobre el asesinato de ocho periodistas que indagaban sobre una masacre anterior en la aldea de Haychao, cometida por el ejército durante la dictadura del general Francisco Morales Bermúdez. En resumidas cuentas, el informe suscripto por el autor de Conversación en la catedral encubrió a los militares sospechados. El hecho en sí derivaría en un memorable papelón, ya que, poco después, estos serían llevados a juicio y condenados a varios años de cárcel.
En 1987, se puso al frente de la oposición al gobierno de Alan García, quien había cometido el imperdonable desliz de nacionalizar la banca, ante lo cual Vargas Llosa no ocultó su exasperación. Tres años después, inició su carrera política al fundar el partido Libertad para presentarse a las elecciones de aquel año. El eje de su campaña consistió en prometer una profunda reforma del Estado mediante privatizaciones a granel, inspirándose para ello en la figura de Felipe Domingo Cavallo. Ya se sabe que perdería contra Alberto Fujimori por un estrecho margen. A partir de entonces, se instaló en España.
En los años siguientes evolucionó hacia una especie de extremismo liberal, estableciendo lazos de afinidad política con referentes de la derecha como el ex jefe del gobierno español, José María Aznar, el ex presidente salvadoreño, Francisco Flores, el ex presidente checo, Václav Havel, y hasta con Mauricio Macri, con quien mantiene un respetuoso intercambio intelectual.
Con todos ellos integra la autodenominada Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), un sello subsidiario del Partido Popular de España que intenta impulsar políticas sociales y económicas en América Latina.
En el plano mediático, son conocidos sus exabruptos contra los gobiernos democráticos de la región, a los que invariablemente tilda de “populistas”, a la vez que líderes como Hugo Chávez y Evo Morales son para él una “pandilla de caudillos bárbaros”. Y Cristina Fernández “una mujer que vive en el limbo de los setenta”.
Pero no son justamente sus ideas las que llaman la atención en Vargas Llosa sino –a diferencia de su talento literario– el modo ramplón con el que las expone. Prueba de ello es que, por caso, al Tea Party –el movimiento fundamentalista estadounidense nacido en las entrañas del Partido Republicano– lo describe con las siguientes palabras: “Por debajo de su semblante conservador (…) hay en esta corriente algo sano, realista, democrático y profundamente libertario.”
Tal vez, más que con las contradicciones ideológicas de Borges o Pound, las de Vargas Llosa se asemejan a las de Abel Parentini Posse, aquel escritor y embajador de la dictadura argentina en el Perú, cuya fama le llegó en forma tardía por su disparatada gestión de sólo once días como ministro de Educación del PRO. Fascista de opereta y defensor del terrorismo de Estado, Parentini Posse, por caso, supo decir: “Estamos al borde de la anarquía, porque la ruptura ideológica nos frena, nos devuelve al pasado.”
Cualquier semejanza con Vargas Llosa no es una simple casualidad.
Pero entre ambos hay una diferencia: mientras que la mediocridad literaria de Parentini Posse –es autor de unas 13 novelas olvidables– hizo que sus dichos políticos sean considerados como una curiosidad circense, la gran solvencia de Vargas Llosa como escritor es precisamente lo que lo habilita a exponer en público su extravagante interpretación del mundo.
Gajes del sistema de consagración.
Fuente: Tiempo Argentino
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