Los familiares y compañeros de la Asociación de Ex Detenidos
reconstruyen la vida de Jorge Julio López. “Me pareció perfecto lo que
hizo, más allá de las consecuencias que tuvo”, dice su hijo Ruben sobre
la declaración del testigo en la causa Etchecolatz.
La
angustia se había apoderado de Irene luego de la primera desaparición de
Tito, durante la dictadura. Ese vacío, como si le faltara una parte de
sí misma, aumentaba de noche al punto de quitarle el sueño. Desde
entonces sólo se dormía con pastillas y por eso la segunda vez no
escuchó nada. “Me da bronca, me queda ese dolor de decir cómo no lo
sentí porque la cama estaba abierta, como que se iba a acostar, y yo no
sentí nada”, dice Irene durante una larga charla que Página/12 mantuvo
con ella y su hijo mayor, Ruben, en la casa de Los Hornos. Esta mujer de
pocas palabras pone énfasis, casi por única vez, para expresar su
impotencia por lo irreparable, por el cierre trágico de un ciclo que
empezó en 1976. Así como desapareció dos veces, la última hace casi
cinco años para nunca más aparecer, Jorge Julio López vivió varias
vidas. Sus compañeros de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos
(AEDD) le rindieron homenaje con una edición especial de su revista, en
la que reconstruyeron los detalles de su militancia y su cautiverio, y
que completan el relato familiar de quien sobrevivió a los sicarios del
Estado hace más de treinta años, y desapareció en democracia tras
acusarlos por los delitos de lesa humanidad que cometieron.
Era callado, tranquilo, cuidaba sus plantas, no sólo los malvones
que se veían en el jardín, también cultivaba tomate, acelga, orégano y
perejil. En sus últimos días tenía que comer sin sal, Irene le preparaba
pescado y pollo. “Típico de albañil, comía la carne vuelta y vuelta,
así que de chico aprendí yo a hacer asado”, dice Ruben. Y se ocupaba de
sus perritas, a las que había enseñado a salir solas a la calle.
Jorge Julio López era hijo del español Eduardo López y de Consuelo
Rodríguez. Había nacido el 25 de noviembre de 1929 en Elordi, un pueblo
cercano a General Villegas. “Ahí pegó mucho la desaparición, cuando fui
sin avisar se armó un revuelo enorme”, cuenta su hijo mayor sobre uno de
los tantos operativos de búsqueda de los que participó, en ese caso con
la Policía Federal y la Secretaría de Inteligencia. Sus padres eran
cuidadores de un campo de la zona, y Jorge Julio dejó los estudios
primarios en cuarto grado para ayudarlos. Tenía cuatro hermanas y un
hermano. Hizo el servicio militar en San Martín de los Andes y cuando
terminó se fue a las afueras de La Plata, a trabajar en la zona de
quintas. Allí conoció a quien sería su mujer, Irene, al parecer en un
baile. Tras dos años de noviazgo se casaron en 1962 y tuvieron dos
hijos, Ruben y Gustavo. Para entonces ya trabajaba en la construcción,
oficio que aprendió de su primer patrón, el dueño de una empresa que
hacía remodelaciones. Irene también tiene cinco hermanos y, al igual que
su marido, trabajaba en las quintas. Pero sus habilidades iban más
allá, cosía y tejía por encargo. “Tejí toda mi vida, a mano, me traían
la revista con ese punto y así salía. Ahora se ríen, pero en ese momento
se usaba mucho, tuve que dejar porque no me daba la vista. Me
entretenía, por aquellos años no había televisión, no había nada. Sólo
la radio”, dice Irene. “No era muy conversador, no contaba cosas del
trabajo, era muy cerrado. Después de que le pasó eso empezó a renegar
más, a enojarse con la situación, pero no mucho, yo no quería que me
hablara de esas cosas, de política nunca supe nada, y menos después de
que pasó eso”, cuenta sobre su esposo. En esa zona había por entonces
apenas tres casas, Julio compró una pequeña en 68 y 140 y la fue
ampliando con sus propias manos, luego con sus hijos.
Primera desaparición
López tenía 47 años cuando se acercó a la Unidad Básica Juan Pablo
Maestre, en Los Hornos. Un grupo de jóvenes platenses de la Juventud
Peronista y de Montoneros, entre ellos Ambrosio de Marco y Pastor
Asuaje, la habían creado en junio de 1973 con el nombre de ese militante
de las FAR, secuestrado y asesinado. Un día López planteó que “esos que
gritan Perón, Evita, Partido Socialista, no son peronistas”, y a partir
de entonces lo apodaron “Partido Socialista”. Pero esas diferencias se
saldaron rápido, como muestran sus palabras sobre Patricia dell’Orto,
compañera de De Marco. “Llevó a chiquitos desamparados a Mar del Plata a
conocer el mar, ella y otras chicas andaban en bicicleta para ahorrar,
para darles de comer a esos chicos, eran mujeres de oro”, describió
López en uno de sus testimonios, reproducido en la edición especial de
Tantas voces, tantas vidas, la publicación de la AEDD. Para Irene, “no
era una unidad básica de otra cosa, por lo que yo sé, nunca fui, aunque a
lo mejor era política, él iba un rato los fines de semana, cuando
podía”. El recuerdo de su hijo es que “iba a una unidad de ayuda social,
hacían carreras de embolsados y daban chocolate y juguetes para el Día
del Niño”. Ruben agrega que “de ahí se llevaron a 10 o 12 personas la
misma noche y los días siguientes”. Se refiere al 27 de octubre de 1976,
cuando López fue secuestrado por primera vez. “Serían las 10 de la
noche, los chicos, que tenían 11 y 8 años, estaban durmiendo. Entraron
por la puerta a la fuerza”, dice Irene. Ruben le vio la cara a uno de la
patota del represor Miguel Etchecolatz. La mujer cuenta que la pusieron
contra la pared, que les pidió por los chicos y le dijeron que se
quedara tranquila, que no les iba a pasar nada. “No sé por qué se lo
llevaron, era un hombre de trabajo”, agrega.
La familia fue al ex Regimiento 7, a Tribunales, a la comisaría de
Los Hornos, pero no tuvo noticias de López durante seis meses. Según
Ruben, cuando pasó por la comisaría 8ª, “donde los ponían bien para
blanquearlos”, supieron que estaba vivo por el cuñado de un vecino que
era policía. El hijo apela una vez más a sus vivencias. “Cuando lo
pasaron a la Unidad 9 lo visitábamos, era una sensación horrible ir a la
cárcel, sólo nos daban media hora.” Irene acota que su familia la ayudó
durante esos tiempos, que hizo tareas de limpieza en una panadería
porque “había que comer”. Una vez que lo liberaron, dice, los patrones
lo recibieron como si nada hubiera pasado. “Yo tenía miedo de que
volviera a pasar lo mismo, entonces no quería que hable, así que muchas
cosas se las guardó. Por eso muchas cosas no las sé, lamento haber sido
así porque quizá tenía cosas para contar. Nosotros tampoco
preguntábamos, era como un acuerdo”, resume.
Los 160 días que estuvo detenido-desaparecido pudieron ser
reconstruidos a partir de sus testimonios, que tenían un alto nivel de
detalle. López estuvo en silencio muchos años, pero cuando se jubiló
empezó a escribir lo que había vivido en papeles sueltos, hojas de
publicidad, boletas y hasta bolsas de cal. Así armó carpetas que su
familia sabía que existían pero no dónde estaban, hasta su segunda
desaparición. Eran tres y las había guardado en una caja, en el doble
fondo de una valija. Ruben confiesa que pudo leer apenas una parte
porque le resultó “muy doloroso”. Irene nunca quiso siquiera mirar el
material con que López había hecho su catarsis. El paso que va del
rompecabezas de textos y dibujos de su puño y letra, con las caras de
represores y detenidos, hasta la decisión de declarar ante la Justicia
lo pudo dar cuando lo contactaron los familiares de Patricia dell’Orto, a
fines de los años ’90, y por la motivación de la promesa que le había
hecho a ella cuando ambos estaban en cautiverio: si López salía tenía
que decirle a su hija, Mariana, que su mamá la quería.
La tortura
Lo subieron a un carromato, le pusieron un pulóver en la cabeza y lo
ataron con las mangas y con un alambre. Fue torturado toda la noche. A
la mañana sintió olor a chancho y se dio cuenta de que estaba en la
antigua división Cuatrerismo de Arana, sabía que por ahí había un
criadero de cerdos. En sus testimonios habló de fosas comunes, lo que se
confirmó con el hallazgo de restos óseos en 2009. Allí la
reconstrucción de los compañeros y el relato familiar se complementan.
“Estaban calcinados, como decía mi viejo, que los mataban y los quemaban
con cubiertas”, afirma Ruben. En los reconocimientos judiciales de la
causa Etchecolatz, López fue muy preciso y, junto a la sobreviviente
Adriana Calvo, fallecida en 2010, identificó el recorrido de su
calvario. Estuvo detenido junto a Francisco López Muntaner, uno de los
chicos de la Noche de los Lápices, y con sus ex compañeros de la unidad
básica, Ambrosio y Patricia. López pudo ver por un agujerito de su celda
el fusilamiento de ambos. “Patricia pidió que no la mataran porque
quería criar a su hijita”, declararía años después. De Arana pasó a la
comisaría 5ª de La Plata, luego a la 8ª y en marzo de 1977 a la Unidad
9, donde estuvo 812 días a disposición del PEN.
En 2006, cuando declaró ante el Tribunal 1 de La Plata estuvo
acompañado por sus dos hijos, su sobrino y su nuera. “Ahí entendimos que
aunque hubiéramos intentado convencerlo de que no declarara no lo
habríamos logrado. Al haberlo escuchado me pareció perfecto lo que hizo,
más allá de las consecuencias que tuvo. Cumplió su deber como
ciudadano, hoy la gente tiene miedo hasta de salir de testigo de un
choque”, dice Ruben. Tras aquella audiencia, que se proyecta en cada
aniversario y vuelve a estremecer, López planeaba festejar su cumpleaños
y la condena a Etchecolatz con una gran comida a la canasta, en la que
quería juntar a la familia y los compañeros. Pero el 18 de septiembre de
2006, cuando tenía que presentarse para los alegatos, no apareció. Fue
su segunda desaparición.
Entonces volvió a profundizarse la distancia entre la familia y los
organismos de derechos humanos que lo sostuvieron durante el juicio.
Mientras Ruben López decía en TV que su papá podía estar extraviado,
Adriana Calvo, Nilda Eloy y sus abogadas supieron casi de inmediato que
no estaban ante una averiguación de paradero, como se caratuló la causa
durante los primeros años, sino ante una nueva desaparición forzada.
López había identificado y acusado a Etchecolatz y a otra media docena
de genocidas.
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