A partir de la proyección en la ex ESMA del documental Lesa Humanidad,
investigadoras y víctimas del terrorismo de Estado analizaron las
particularidades de los delitos sexuales y su silenciamiento durante
años.
Por Alejandra Dandan
¿Cómo operaron las relaciones de poder desde la perspectiva de género
entre los genocidas? ¿Por qué no se habló de la violencia sexual en los
casos tomados por el Nunca Más y durante el Juicio a las Juntas? ¿Por
qué la Justicia no lo tomó como delito específico? Algunas de esas
preguntas integraron el debate que abrió la proyección del documental
Lesa Humanidad, presentado por un grupo de mujeres cordobesas,
militantes de los ’70, que exige que la violencia sexual del terrorismo
de Estado sea considerada una violación a los derechos humanos. La
proyección realizada en la ex Escuela Mecánica de la Armada condensó en
pocas horas una discusión que atraviesa a quienes estuvieron dentro y
fuera de los centros clandestinos, un debate que intenta buscar
diferencias ante una dictadura que homogeneizó a las víctimas.
El documental producido por un colectivo de mujeres cordobesas entre
septiembre de 2009 y marzo de 2011 está estructurado en bloques
articulados por la voz de Liliana Herrero: cuatro mujeres subrayan en
sus relatos formas y efectos específicos de la violencia sexual durante
el terrorismo de Estado. Violaciones. Abusos. Con todas las palabras,
hasta alcanzar lo insoportable. Intentan dar cuenta de lo que no se
dijo. Pero ese camino está antecedido por los relatos de sus historias
desde una perspectiva novedosa porque ya no sólo son ellas las que se
pronuncian como militantes, sino que releen en clave de trayectorias
políticas las vidas de sus padres, del país, de la familia que
intentaron construir.
Violencia en debate
“El documental fue abordado como una herramienta de reflexión
militante a partir de un nuevo marco de escucha en esta nueva etapa”,
indicó Dinora Gebennini, coordinadora del Programa Violencia de Género
en Contextos Represivos. “Pero cuando intentamos abordar esto –aclaró–
nos preguntaron si no estábamos revictimizando, nos decían que no hay
que volver a poner a las víctimas en ese lugar, que es un momento
traumático, nos preguntaron si teníamos psicólogos y montones de cosas
que tendieron a quitarnos la posibilidad de hacerlo.”
Las discusiones sobre la violencia sexual bajo la represión aparecen
hace tiempo. En las salas de audiencias de los juicios orales de lesa
humanidad los organismos de derechos humanos y sobrevivientes que
declaran en todo el país reclaman en muchos casos que la Justicia la
considere como delito autónomo y de lesa humanidad. Hasta ahora la
batalla jurídica obtuvo resultados importantes, pero aislados. Un fallo
en Mar del Plata y otro en Tucumán. Semanas atrás, el juez Sergio Torres
a cargo de la causa ESMA abrió por primera vez una causa con el acuerdo
de las querellas a nombre de las víctimas, sobrevivientes y
desaparecidas. Las diferencias aparecen no sólo en la Justicia, sino
entre académicos e incluso las y los sobrevivientes.
Delia Galara, una de las protagonistas del documental, ex militante
de Montoneros, explica los años de silencio. “Cada vez que intentaba
hablar con el psiquiatra me preguntaba: ‘¿Qué hacés con tus hormonas?’. Y
yo le contestaba que era un pelotudo. Yo le estaba contando una
experiencia terrible y él me preguntaba qué hacía con mis hormonas: ¿qué
carajo le importa qué hago con mis hormonas?” Son esos tiempos de oídos
sordos los que ellas dicen que cambiaron.
María Sondereguer, que es investigadora de la Universidad de
Quilmes, se preguntó por qué el silencio duró tantos años. Por las
perspectivas de género y poder en la dictadura, por su propio olvido de
los testimonios del Nunca Más. “La violencia sexual –dijo Sondereguer–,
en los casos de los varones, los destituye de su masculinidad, es una
forma de feminizarlos. En el caso de las mujeres, comienza antes del
campo, porque es un tema que está en la ciudad y está condensada en los
campos y perduró luego por fuera del terrorismo de Estado, por eso tal
vez permaneció invisibilizado.” Hasta 1999, dijo, la violencia sexual
estuvo tipificada como delito contra la honestidad y después contra la
integridad: “No es un delito de acción pública, sino de acción privada,
es decir: el comienzo de la investigación o la denuncia debe ser
impulsado por la persona agredida, se deposita en la voluntad de la
víctima el reconocimiento del crimen y pone en el ámbito privado algo
que debería ser de lo público”. Entonces, siguió: “¿Por qué se privatiza
la violencia sexual? ¿Es posible diseñar un protocolo de indagación
específica para que las víctimas reconozcan eso que sufrieron como
violencia? ¿Se puede repensar la reparación? ¿Qué es en este caso lo
reparable?”.
Las preguntas sirvieron para alimentar un debate que incluye
preguntas sobre roles: quedó claro que la violencia sexual no sólo se
ejerció sobre mujeres, sino también sobre varones, un dato que intenta
ser mirado en el interior de los juicios orales a partir de los aún
escasos datos que aparecen.
Miriam Lewin, sobreviviente de la ESMA, escuchó en el documental los
relatos pronunciados “como quien toma un remedio amargo”. “Lo que
conspiró al silencio fuimos las víctimas, me culpabilizo como víctima
por no haber reconocido los delitos sexuales contra mí y mis compañeras y
reconozco que muchos años tuvimos una venda sobre los ojos.”
¿Fue así? ¿Por qué culpabilizarse otra vez como si no hubiese ya
suficientes culpas? ¿No será que se privilegiaron otras búsquedas? O
que, como dijo otra de las sobrevivientes, en aquellos años había que
salir a probar primero hasta la existencia de los desaparecidos y los
centros de exterminio.
Miriam Lewin explicó cómo en algún momento, adentro de la ESMA, una
de sus compañeras le habló de una violación, y ella le respondió con una
pregunta sobre otra cosa, como sucedió años después con el testimonio
de Elena Alfaro ante la Conadep. “La concepción era que eso era la
mínima parte de lo que nos pasaba –dijo–; como era obsceno pensar en
reclamar por los bienes materiales cuando nos habían arrebatado la
vida.” Como buenas mujeres, dijo, educadas en el sometimiento, “los
delitos sexuales eran menores; si nos sacaban la vida, a nuestros hijos,
¿cómo nos íbamos a atrever a denunciar una tocadita, una violación?”. A
eso la dictadura agregó otro estigma con el que las mujeres vienen
trabajando. “Las mujeres tenían el doble castigo –dijo Miriam–: terminan
siendo las víctimas y cargando con la culpa de haber provocado una
situación que deja marcas de por vida.”
El afuera
¿Qué es lo que se habilita a partir de que pueda pensarse la
violencia sexual en estos términos? ¿Los juicios? ¿Solamente? El
documental pareció dar cuenta de esas preguntas. En la primera parte de
la película, las cuatro mujeres subrayan el deslumbramiento con la vida
de las militancias en clave de rescate político de sus organizaciones de
pertenencia. Pero reconstruyen también las trayectorias familiares de
padres y madres en un mundo atravesado por la vida cotidiana de una
militancia que generaba problemas, pero también portaba valores.
Soledad Edelveis García Quiroga es una de las protagonistas. Se
presenta como parte de una familia entrerriana de Villaguay, mudada a
Córdoba cuando empezó la facultad. “Mi infancia siempre estuvo muy
atravesada por un padre peronista, en la resistencia, luchó siempre,
vivía mucho en cana después del ’55 y mi madre, más bien, era no
peronista por decirlo sutilmente.” Y agrega: “Pero no nos educó nunca
para casarnos, ser mujeres que se aplicaran a la casa, a la cocina, a
estas cuestiones. Lo que yo más amo de mis padres es el tremendo sentido
de la libertad: mi vida estuvo muy marcada por no apegarme a ningún
mandato masculino, no fue fácil pero fue parte de un tránsito personal y
político complejo, pero siempre lo personal estuvo muy unido a lo
político”.
Gloria di Renzo muestra sus fotos de familia. Se presenta como
militante del PRT-ERP, trabajadora de comercio, estudiante de historia y
de música. “Hasta 1973, cuando vinieron las elecciones, mi familia
nunca fue peronista, así que yo tampoco, era bastante gorila, pero dije:
‘Mirá vos, si todos votan acá, capaz por algo debe ser’”. Nilda Jelenic
es otra de las protagonistas: “Mi papá en una época fue socialista,
después se hizo radical, estaba bien informado en política, viví a
través de mi hermana todo lo que fue la lucha de laicos y libres. Por
eso digo que las historias no son contradictorias, no son lineales”.
Para Dinora Gebennini cada cosa parece una clave. Las mujeres
subrayan parentescos. Trayectorias políticas de familia. Padres.
Hermanas. Madres. La idea de los mandatos. Y Gebennini habla de esa
determinada condición femenina que persiguió particularmente la
dictadura: “Porque ellas generaron rupturas con los estereotipos del
género, mantenían otro tipo de relación, no la de la familia nuclear,
sino la de la familia militante donde los hijos también eran puestos en
función de un proyecto de desarrollo colectivo de libertad, de justicia,
de transformación cultural, que era lo que nos movía”.
Meses atrás, en una audiencia por el plan sistemático de apropiación
de bebés, Victoria Montenegro planteaba esa misma dualidad con medias
palabras. Robada por un coronel del Ejército, en la audiencia recordó lo
que él le decía de las Abuelas de Plaza de Mayo, los desaparecidos y la
dictadura: decía que las Abuelas con las “mentiras de los
desaparecidos” intentaban “destruir a las familias que eran la salud de
la sociedad”. Una idea que se replicaba en las propagandas políticas y
en las formas en las que intentaron extender un consenso frente al cual
aún hoy esas mujeres que se presentan como militantes de los ’70 sienten
que deben dar una batalla de sentido todavía pendiente.
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