Denis Merklen analiza las diferencias entre las clases populares de los
’70 y las actuales, su cambiante presencia política a lo largo de las
últimas décadas y sus relaciones con el Estado. Pone en duda el mito del
clientelismo y explica por qué la Asignación Universal refuerza la idea
de ciudadanía en estos sectores.
–¿Qué diferencias existen entre las clases populares de los ’70 y las de hoy?
–Hay una gran diferencia. Habría que hacer una separación entre los
principios de los años ’70 y el final del gobierno de De la Rúa. Durante
ese período ocurrieron cosas que les dieron otra fisonomía a las clases
populares. En primer lugar, se empobrecieron considerablemente y se
volvieron más vulnerables. Sus vidas cotidianas se volvieron más
inestables porque las protecciones sociales se debilitaron, la pobreza
aumentó y la relación con el trabajo fue mucho más precaria. En segundo
lugar, como respuesta a esa precarización, se dio una inscripción
territorial que les permitió replegarse a nivel del barrio. De ese modo,
la dimensión barrial adquirió más importancia. Esto puede verse a
partir de la importancia que fue cobrando en el espacio público la
palabra “conurbano” o “barrio”, para designar a un sector de las clases
populares.
–La ciudadanía se afirma a partir del ’83 con una dimensión
fundamental de la identidad popular. Uno puede decir que, hasta los años
’70, las clases populares estuvieron mucho más cerca de la figura del
trabajador, no sólo como sujeto social sino también desde el punto de
vista político; la presencia política de las clases populares en la
sociedad argentina pasa mucho por el trabajo. Por eso, en ese momento,
el sindicalismo tuvo un gran peso y el espacio ocupado por el peronismo
estuvo muy cercano a la identidad del trabajo. El trabajador peronista
representa la figura que uno imagina para pensar los años ’70. En los
años ’80 y ’90, la situación cambió; no se puede pensar ya a las clases
populares –o a una fracción importante, al menos– como trabajadores
peronistas. Son ciudadanos, habitantes de los barrios, gente que ocupa
tierras, piqueteros. Mucho de los que hacen, a través de organizaciones,
lo pueden hacer porque se piensan a sí mismos como ciudadanos y porque
han construido importantes redes de solidaridad, puntos de apoyo para la
protesta y la movilización.
–En términos de relación con el espacio político, son derechos dados
por su inscripción política más que por su inscripción social. El
trabajador lucha por sus derechos, en tanto trabajador. Eso tiene una
gran importancia porque contribuye al bien común con su trabajo y exige,
a cambio, ciertos derechos sociales, como el derecho a la vivienda. En
cambio, el ciudadano sólo “puede” apoyarse en su reclamo en tanto
miembro de la Nación: “Soy un ciudadano y tengo derecho al techo”. Pero
su presencia en la sociedad se debilita mucho porque no puede demostrar
que contribuye al bien común. Cada vez que pide algo, pesa sobre él la
sospecha de que pide asistencia. Este problema se ve hoy incluso cuando
se escuchan frases como “planes Descansar” para referirse a planes
Trabajar.
–El aumento del desempleo acrecienta la sospecha, sobre todo de las
pequeñas clases medias y de sectores de las clases populares con
trabajo, de que aquellos que piden cosas lo hacen porque son “vagos”.
Políticamente cambia el modo en que el Estado se relaciona con las
clases populares. El hecho de que el Estado lleve adelante políticas
sociales focalizadas alrededor de proyectos hace que las clases
populares deban movilizarse permanentemente para poder obtener esos
recursos puntuales, que tienen una duración limitada en el tiempo y un
alcance, respecto al mundo potencial, que es vencido. Hay una gran
competencia dentro de las clases populares. La presencia institucional
del Estado bajo una forma muy desorganizada provoca una movilización
continua de las clases populares.
–No. No diría que internalizan nada. Saben, son conscientes y no
dejan de reclamar cosas. Mucho de lo que las clases populares hacen –y
de lo que les hemos visto hacer en los años ’80, ’90 y 2000– tiene que
ver con tratar de estabilizar su situación, conseguir puntos de apoyo,
bases sólidas sobre las que pararse para poder seguir avanzando. Pero
son perfectamente conscientes de que esas bases sólidas son muy
difíciles de alcanzar. Un ejemplo de ello son los piqueteros, que
decían: “Nosotros queremos trabajar”. Les daban planes Trabajar y se
contentaban con eso, porque es lo que estaba al alcance de su capacidad
de movilización y la respuesta que el Estado podía dar a semejante
crisis. Entonces no es que internalizaron una nueva cultura política
sino que aprendieron y conocen las coyunturas en las que se mueven.
Ellos dicen: “Nosotros queremos trabajo, queremos empleo, pero, bueno,
si me dan chapas para las casas del barrio, mejor pájaro en mano que
cien volando”. Esto comienza a tener una inflexión en el año 2003. Las
cosas no están igual que en los ’90 o que a principios de los años 2000.
–Se me ocurren dos factores. Primero, la recuperación económica de
la Argentina y del mercado interno. Uno tiene la sensación de que se
recupera el trabajo –lo que no significa que haya más empleo–, lo que
debilita una de las razones que llevaron al repliegue en los barrios.
Por otro lado, el Estado, a principios de los años 2000, no cambió su
relación con las clases populares. Sigue haciendo más, tal vez mejor, de
lo mismo: políticas puntuales, más ayuda, pero sin cambiar el modo de
relación. Más recientemente, algunas medidas –ciertamente limitadas– dan
la señal de un cambio de orientación, como la Asignación Universal por
Hijo o la reestatización de las jubilaciones.
–Las cooperativas de trabajo son exactamente lo mismo que se hacía
antes. Son cosas puntuales que necesitan una movilización permanente de
parte de los beneficiarios y no tienen un alcance universal. No
representan un cambio de orientación: tienen un impacto redistributivo,
pero no cambia el tipo de relación que el Estado tiene con las clases
populares. En cambio, la Asignación Universal por Hijo cambia las cosas.
La persona no tiene que movilizarse para obtenerla, sabe que la tiene
hoy, mañana y pasado. Constituye un punto de apoyo que le permite
destinar esa energía a otra cosa; se ingresa en una estabilidad
significativamente mayor que aquella que da un subsidio puntual.
–Efectivamente, refuerza la imagen de la ciudadanía. Esto indica un
cambio en la relación del Estado, pero no significa necesariamente una
vuelta atrás, porque esos derechos –la Asignación Universal por Hijo
sobre todo– no son derechos del trabajador sino derechos del ciudadano.
No están asociados al trabajo; se les ofrece a aquellos que no tienen
empleo.
–En la Argentina no hay un déficit mayor de trabajo. Los cartoneros
trabajan, la gente que se moviliza en los barrios alrededor de la
actividad política trabaja, son actividades que permiten ganarse la
vida, pero ninguna de ellas constituye un empleo.
–No hay que dar por hecho el clientelismo. Este tipo de relación del
Estado y las clases populares necesita de intermediarios en el sistema
político, como organizaciones sociales, partidos políticos, punteros,
ONG, gente que intercede entre la persona, el individuo, la familia y
los recursos que son controlados por el Estado. En el sistema político
argentino, particularmente, la función de esos intermediarios es, por un
lado, identificar quiénes necesitan la ayuda con mayor o menor urgencia
y decidir a quién se le da y a quién no. Es un problema estructural que
forma parte de las instituciones del sistema político argentino. Son
relaciones entre quienes necesitan de los recursos que controla el otro y
entre quienes, al mismo tiempo, tienen para dar su acción política.
Poseen un capital porque son ciudadanos. Esa decisión política nunca
puede ser “comprada” definitivamente. Es un proceso continuo de
negociación, conflicto, divisiones, que le da a la relación de las
clases populares con la política, y a la relación del Estado con las
clases populares, una forma muy distinta de aquella que da la idea de
derecho social y de instituciones que no se sirven de mediadores sino
que simplemente piensan al otro como un ciudadano y dicen: “Esta persona
tiene derecho a esto y punto”. Y alcanza con que la mujer embarazada
presente su test de embarazo para tener derecho a su licencia por
maternidad.
–Se subestima a las clases populares y se cree que quienes dominan
están por fuera de las clases populares, cuando en realidad son otros
miembros de los mismos barrios que ocupan una posición distinta porque
tienen la posibilidad de decidir sobre esos recursos y hacen de la
actividad política su medio de vida; pero no son los ricos que gobiernan
a los pobres. Es un modo de relación con el Estado que implica una
sumisión para el más débil y obliga a una negociación. El derecho social
le permite liberarse de esa negociación permanente. Muchas veces lo
libera de las mismas organizaciones sociales que él mismo crea para
representarlo. Por ejemplo, la Asignación Universal por Hijo libera a la
gente de los barrios de tener que estar negociando con las
organizaciones piqueteras para que los incluyan en las listas para poder
cobrar un subsidio. El Estado los libera de sus prójimos.
–Una mejora en la calidad política y en la calidad de vida.
–No, allí hay un error. Es cierto que en el país hay punteros –o una
figura equivalente– desde finales del siglo XIX o principios del siglo
XX, pero no siempre tuvieron la importancia de ahora. Los barrios y las
villas siempre han tenido una importancia entre las clases populares de
la Argentina, pero no era la misma en los ’60 que en los ’90. Estas
variaciones de importancia y cantidad modifican también su peso. Esto es
algo que está muy presente, no en la cúspide del Estado y la clase
política sino abajo y a la izquierda, porque está muy fuertemente
arraigada la idea de que las organizaciones populares deben administrar
los recursos del pueblo. Los sindicatos y las organizaciones barriales y
sociales son conscientes de que si el Estado institucionaliza un
derecho y construye un vínculo directo con el individuo, la organización
se debilita, pasa a su fin, no porque perdió el combate sino porque lo
ganó. Pero es muy difícil para las organizaciones renunciar a ese
derecho. Es muy distinto si la seguridad social la garantiza el Estado
que si las obras sociales están bajo control de los sindicatos.
–No veo inconvenientes ni en una cosa ni en la otra. Con el problema
de la vivienda en la Argentina no salimos de la situación en la que nos
dejó la dictadura, porque las clases populares muy tempranamente
construyen mecanismos de acceso a la vivienda. Alrededor de 1910 se
institucionalizaron mecanismos de acceso a la vivienda: el loteo y la
autoconstrucción fueron durante muchísimo tiempo el mecanismo
privilegiado. El Estado nunca fue un gran constructor ni un gran
proveedor de vivienda. El acceso a través del lote tuvo vaivenes y
grandes evoluciones. En los años ’50, ’60 y ’70, las grandes
inmobiliarias que compraban tierras al por mayor las fraccionaban y las
vendían, y se constituyeron en un actor importante junto a otras
instituciones, como el Banco Hipotecario, que financiaban la posibilidad
de la autoconstrucción. La desestabilización del asalariado, que impide
a la gente acceder a un financiamiento a largo plazo, la inflación –muy
anterior al liberalismo– y el debilitamiento del Estado, liquidaron
este mecanismo de acceso para amplios sectores de la población. Es ahí
donde se multiplica la ocupación de tierras como estrategia
habitacional. Lo que no tenemos ahora es la institucionalización de un
mecanismo –ni privado, ni público, ni semipúblico, ni de ningún tipo–
que les permita a distintos sectores sociales acceder a la vivienda. En
Uruguay hay un formidable mecanismo de acceso a la vivienda que pasa por
cooperativas, que tiene 40 o 50 años de existencia. Ha permitido a
amplios sectores de las clases populares, no las franjas más pobres,
pero sí las franjas de trabajadores integrados o pequeñas clases medias,
acceder a la vivienda. Es un mecanismo con una organización que
intercede entre el Estado y las personas.
–Cuando uno habla en términos de clases populares, produce
indudablemente un corte arbitrario; dónde empiezan las clases medias es
un recorte bastante abstracto y de tipo cuasi caricatural que nos ayuda a
pensar. Es indudable que muchas de estas cosas que mencioné atraviesan
también a amplios sectores de las clases medias, sobre todo a las
pequeñas clases medias. Una de las cuestiones que permite la gradación
es ver cuántos son los que pueden vivir de su trabajo y satisfacer el
horizonte de expectativas a través del trabajo, y en qué medida depende
de la actividad política o del Estado para ello. Pero las clases medias
en la Argentina sufren esta inestabilidad en la relación con el empleo,
que no es un problema sólo de los más pobres sino también de los
sectores medios. Lo que pasa es que la movilización que esto provoca en
los sectores medios tal vez no tome el aspecto de una actividad
netamente política, porque el Estado destina menos recursos de ese tipo a
las clases medias que a las clases populares.
–Las bibliotecas barriales en Francia son muy importantes; hay una
gran cantidad y disponen de muchos recursos. Son el producto de una
larga tradición de bibliotecas populares. En su inmensa mayoría, estas
bibliotecas se han municipalizado: donde antes había bibliotecas
populares independientes, muchas veces promovidas por distintas formas
del catolicismo, el Partido Comunista o el sindicalismo, progresivamente
fueron municipalizadas en la primera mitad del siglo XX. Actualmente no
son bibliotecas populares y nadie las piensa como tales, son
bibliotecas municipales. Esa es una de las principales características.
Hay problemas en la relación con lo popular: la biblioteca se convirtió
en un servicio público.
–La escuela y la biblioteca se perciben como instituciones del
Estado, las nuevas generaciones no las ven como algo que “nosotros
conquistamos y de lo que nos beneficiamos”. Entonces se vuelven un
blanco posible de las protestas contra el Estado. Al pasar a la órbita
del Estado, casi inevitablemente se produce una alienación política
porque los vecinos de los barrios no están en condiciones de decidir
prácticamente nada en relación con las bibliotecas. Esto se entiende muy
bien si uno piensa en los bibliotecarios.
–Los bibliotecarios de las bibliotecas populares son militantes de
la lectura, militantes culturales y políticos. Los bibliotecarios de hoy
son profesionales del libro que se formaron para poder tener su
trabajo, pasaron un concurso, etcétera. Indudablemente tienen una
relación con la biblioteca que pasa muchísimo por la tecnicidad de su
trabajo, los criterios por los cuales se decide qué tipo de libros,
medios, revistas y videos, o el acceso a Internet, deben estar en una
biblioteca popular y cuáles no. Cuando es un partido político como el
PC, la lógica que domina ese tipo de problemas, que son los problemas
sustanciales de una biblioteca, tiene que ver con qué es lo que hay que
darle a leer al pueblo para que tome conciencia de su poder de lucha
contra el capitalismo, la burguesía o el Estado. Cuando son
profesionales, los criterios de qué es lo que se le debe a dar al pueblo
cambian, pero de ningún modo pueden ser políticos, en el sentido de
partidarios, porque es un servicio público.
–Hay una dimensión suplementaria, que es la importancia de la
escuela en la relación de las clases populares con el Estado en Francia.
La escuela es una institución fundamental en el sentido de que en su
interior se juega una buena parte del destino social de cada persona,
mucho más que en la Argentina. Para franjas importantes de las clases
populares, la escuela es la tabla de la salvación que va a permitir
deslizarse hacia una mayor integración social y mejores posibilidades de
futuro. Pero para otros sectores de esas mismas clases populares es la
misma puerta que el Estado les cierra en las narices, obligándolos a
estar en una situación de precariedad social permanente, con trabajos de
mala calidad y poco acceso al empleo. Entonces, los maestros aparecen
como aliados del Estado, agentes del Estado que sancionan y excluyen.
–Sí, entran en ese campo de percepción, forman parte de la cultura
del otro, aquel universo controlado por el otro al cual yo no tengo
acceso. La biblioteca es el eslabón más débil de esa fuerte cadena y por
eso recibe muchos de los ataques. Al mismo tiempo, la biblioteca es
también un espacio de oportunidades.
–Las adolescentes mujeres son grandes usuarias de las bibliotecas y
esto tiene un valor enorme para ellas porque les permite escapar del
machismo de sus familias, individualizarse, relacionarse consigo mismas,
resolver problemas vinculados con la condición femenina o su condición
social sin necesidad de tener que hablarlo en el medio familiar. Pero
para muchos otros, la presencia de las bibliotecas es vista como la
presencia de un cuerpo extraño en mi territorio: “Yo no soy de esta
biblioteca, no hay nada ahí que me interese, y lo que me interesa no sé
por qué lo deciden ellos y además, para hincharles las pelotas, se las
voy a quemar. Es aquello de lo que ellos viven y es lo que ellos quieren
que yo haga sin darme los medios para que lo haga, porque me va mal en
la escuela”. Entonces, “entrar a la biblioteca es como entrar a jugar en
el territorio del otro donde yo siempre salgo perdiendo, porque no sé
leer, no conozco la oferta, me siento disminuido ocupando siempre una
posición subalterna, los consumos culturales que se me proponen no son
aquellos con los cuales me identifico”. Se trata de un problema social y
político, de la relación del Estado con las clases populares.
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