Transformado en héroe de la democracia, el rey trató de hacer olvidar a sus ciudadanos su oscuro pasado y se dedicó a hacer lobby por las incipientes multinacionales que se gestaban al calor de la política neoliberal.
Por Oscar Guisoni
La monarquía española está en problemas. Y serios. La virulencia de la crisis económica junto a los errores gruesos cometidos por un monarca que parece no haberse dado cuenta de que afuera arrecia la tormenta han puesto a la casa real en un apuro del que cada vez le resulta más difícil salir. La crisis de legitimidad, una marca en el orillo de los Borbones desde el comienzo mismo del reinado de Juan Carlos I, amenaza con llevarse puesto al heredero de la corona y puede arrastrar a España a una crisis política de envergadura, ya que la mera discusión en torno de la posibilidad de dotarse de una república ha sido, y sigue siendo, un tema tabú.
A lo largo de su historia España sólo contó con un régimen republicano en dos oportunidades. La Primera República se proclamó el 11 de febrero de 1873 y duró menos que un suspiro. Un golpe de Estado enterró el experimento al año siguiente, el 29 de diciembre de 1874, dando comienzo a la llamada “restauración borbónica”. Durante esos escasos meses se sucedieron cuatro presidentes y hubo tres guerras civiles. La Segunda República tuvo un poco más de fortuna: se proclamó el 14 de abril de 1931 y sobrevivió hasta el 1º de abril de 1939, cuando luego de una cruenta guerra civil que costó más de un millón de muertos, el general Francisco Franco derrotó al bando republicano dando comienzo a una sanguinaria dictadura que habría de durar hasta su muerte, en 1975.
Pero Franco no quería nadie que le hiciera sombra y se llevaba muy mal con la antigua familia real, por lo que hizo lo posible por impedir la restauración borbónica que reclamaba desde el exilio don Juan, el padre del actual soberano. El generalísimo sabía que sólo los Borbones podían disputarle el poder, ya que el surgimiento de una Tercera República era más que improbable. Y don Juan de Borbón jugó todas las cartas para lograrlo: desde coquetear con Hitler y Mussolini hasta ponerse a los pies de Inglaterra luego de que los aliados vencieran en la Segunda Guerra Mundial. Finalmente el dictador y el pretendiente al trono pactaron: Franco se llevaría a Juan Carlos –Juanito como le decía– a educar a España y se atribuiría a sí mismo el poder de designar heredero al trono, con la condición de que el futuro rey asumiría su cargo sólo después de la muerte del tirano. El rey asumiría entonces el rol de gobernante absolutista.
Pero Juan Carlos I entendió rápidamente que su posición era insostenible. Presionado por Estados Unidos y por la propia sociedad española harta de 36 años de dictadura, mantuvo el trono formal y se transformó en una especie de padre y tutor de la transición democrática que terminaría por plasmar la Constitución de 1977, que establece la monarquía parlamentaria como sistema de gobierno. El intento de golpe de Estado del teniente coronel Antonio Tejero en febrero de 1981 le dio la oportunidad que esperaba para dotarse de una legitimidad que hasta el momento era más que dudosa. Luego de dudar durante horas, Juan Carlos finalmente llamó a detener el golpe por televisión.
Transformado en héroe de la democracia, el rey trató de hacer olvidar a sus ciudadanos su oscuro pasado y se dedicó a hacer lobby por las incipientes multinacionales que se gestaban al calor de la política neoliberal del socialista Felipe González, primer ministro desde 1982 hasta 1996. Y mientras la economía funcionó, la realeza no se encontró con grandes piedras en su zapato. El soberano como jefe del Estado cumplía también con labores diplomáticas y la familia real se permitía coquetear con la modernidad, otorgando entrevistas a periodistas, enviando a sus hijas a estudiar a la universidad pública o permitiendo a Felipe, el heredero, casarse con una reconocida periodista de TV, aunque no tuviera sangre azul en las venas.
Todo parecía ir viento en popa hasta que en 2008 llegó la crisis económica y los lujos reales comenzaron a ser vistos como excesos por el ejército de desocupados que crecía en las calles. Y aunque ya algunas voces se habían alzado para advertir que el monarca se estaba acercando a la vejez sin que el príncipe heredero gozara de la misma legitimidad que su padre, hubo que esperar a que llegaran los escándalos para que la cuestión tomara forma de conflicto de Estado.
Primero fue su yerno, Iñaki Urdangarín, el que apareció vinculado en una sonora estafa con conexiones políticas. La familia real decidió quitarlo de la foto, pero no fue suficiente. Y mientras la investigación judicial amenazaba con tocar al mismísimo rey, cosa que finalmente se confirmó esta semana, su nieto se disparó un tiro en el pie, accidente que fue comunicado a la opinión pública sin explicar qué hacía un niño de 13 años manipulando armas. Por si fuera poco, el incidente hizo recordar aquel extraño tiro por error con el que el propio rey mató a su hermano Alfonso en 1956 y que lo colocó inmediatamente como heredero al trono.
Su accidente la pasada semana mientras cazaba elefantes en Botsuana fue la gota que colmó el vaso. No sólo por lo caro del capricho, sino por lo inmoral de matar una especie en peligro de extinción. A partir de ahí los acontecimiento se aceleraron. Mientras la clase política hacía la vista gorda mirando para otro lado, los cuestionamientos a la corona prendían en una sociedad cada vez más agobiada por el ajuste permanente. Y aunque ningún medio de comunicación se anima a hacer una encuesta al respecto, muchos temen que la popularidad de la corona haya quedado dañada seriamente. Y todos saben cómo acaba la tormenta cuando comienzan a soplar vientos republicanos.
Fuente: Pagina12
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