El padre Pancho Soares era conocido en Tigre por su opción por los pobres y su compromiso social. Fue una de las primeras víctimas eclesiásticas del terrorismo de Estado. Su caso fue denunciado la semana pasada ante la Justicia Federal.
Era obrero porque no hubiera podido vivir de otra forma, decía el padre Francisco “Pancho” Soares. En los barrios de Tigre lo conocían como el cura zapatero, el de la bicicleta destartalada; por su opción por los pobres, su compromiso social de cambio. Pero molestaban su actividad “traidora a la fe católica, apostólica y romana”, su “peligroso” liderazgo y su discurso revolucionario, al establishment y a las jerarquías del Ejército. Fue una de las primeras víctimas eclesiásticas de los militares, asesinado en el verano del ’76, días después de realizar un responso en el que se señaló con nombre y apellido a los responsables del secuestro, tortura y fusilamiento de tres delegados gremiales peronistas. Su caso fue denunciado la semana pasada ante la Justicia federal en el marco de la megacausa Campo de Mayo por crímenes de lesa humanidad.
El sol despuntaba sobre las casillas de chapa y madera en el barrio de Carupá. J.C.V., un vecino de 30 años, atravesó las calles y el barro que lo separaban de la Capellanía y golpeó la puerta del padre Pancho. Otros testigos contaron que era costumbre que todas las mañanas le convidara unos mates. Pero ese día fue diferente. “A la madrugada se escucharon tiros y al salir vi un auto que se alejaba por el camino de tierra rumbo a la Panamericana”, dijo J.C.V. a la prensa ese 13 de febrero de 1976. La casa del cura, tan humilde como el resto, tenía una ventana abierta de par en par: Soares estaba en el piso, cubierto en un charco de sangre, su cuerpo desfigurado. Arnaldo, el hermano discapacitado del sacerdote, había sido herido también, y pedía ayuda. Moriría meses después en un hospital.
Nadie puso en duda por qué lo habían matado. Algunos medios deslizaron que había sido asesinado en su auto, cuando todo Carupá sabía que su único medio de transporte era la bicicleta desvencijada con la que recorría las villas. Los vecinos venían notando movimientos sospechosos. Militares, policías y gente de civil pasaban a pie o en auto, acechando la capilla. Era vox populi que Soares había sido amenazado de muerte por su compromiso con la justicia. Por eso, el día de su muerte, un grupo de mujeres corrió a la casilla y rescató los sesos del sacerdote, que depositaron en una pequeña caja bajo el altar. Son los únicos restos que quedaron de él.
Los archivos de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (Dipba) son aún más esclarecedores al respecto. Un breve informe de la institución destaca el detonante para que “un comando ‘civil’” lo asesinara: “Dos delegados gremiales de ‘Astilleros de Astarsa’ y la señora de uno de ellos habían sido secuestrados, torturados y asesinados en esos días. Esta chica era catequista (sic) en la capilla de Carupá y fue encontrada muerta por desangramiento, con un pecho arrancado. La misma Policía de la Regional de Tigre se adjudicó el hecho, por supuesto extraoficialmente, a modo de intimidación”.
Los intentos de sembrar terror no funcionaron. “Era evidente –sigue el documento– la agresión a la voz de la Iglesia: Soares denunció en los funerales de la señora este hecho, señalando a sus responsables con nombres y apellidos.” Se desconoce cuál fue el contenido completo de las palabras del padre Pancho ese día, pero una vecina reconoció, años después, que el cura le dijo que temía que, esa vez, hubiera dicho demasiado. Una semana después estaba muerto.
A 36 años, la denuncia se constituyó ante el Juzgado Federal en lo Penal y Correccional Nº 2 de San Martín, a cargo de la jueza Alicia Vence. Graciela Carrel (48) es una de las demandantes. En su trabajo la apodan “la catequista villera”, pero no siempre caminó el barrio de San José y las villas de Tigre llevando la palabra del Evangelio. “Yo era una ama de casa corriente. No sabía nada de Pancho, hasta que empecé a tener un sueño recurrente en que me llamaba. Fue muy perturbador. Lo hablé con psicólogos, familiares y con la gente de la parroquia. Fue recién cuando empecé a averiguar más que descubro que Pancho había sido asesinado de una manera muy vil, producto de su elección por los pobres, y de ahí que se lo llamara tercermundista aunque, de hecho, el no había firmado ese documento. El iba a las casas, agarraba una pala y se ponía a hacer la zanja con la gente del barrio. Los ayudaba a organizarse.”
Nacido en San Pablo, Brasil, había llegado de muy pequeño con su familia al país, donde se nacionalizó argentino. Su inquietud, sin embargo, lo llevó a Chile, donde entró al Seminario Menor de los Asuncionistas, y luego a Francia para estudiar filosofía y teología. Finalmente, vuelto a Buenos Aires, pidió que se le permitiera instalarse en una villa miseria de pleno conurbano. En 1963 lo asignaron a la zona norte del conurbano, donde se hizo conocido en las barriadas pobres de Villa Adalguiza, San Fernando, y de Villa Barragán, Tigre. Desde 1966 fue párroco en Nuestra Señora de Carupá, en Tigre.
“Yo quería una vida de pobreza. No podía vivir ni del Obispado, ni de los ricos, ni de mi familia”, explicó a la revista Panorama en 1965. “No distribuyo caramelos, ni juego al fútbol con ellos. He visto demasiado espectáculo de iglesias.” Lo que había comenzado como la formación de dos vecinos en la producción de plantillas, terminó convertido en una numerosa cooperativa de trabajo. Al apodo de “cura zapatero” le siguieron otros. Fundó la Comunidad Juan XXIII, fábrica comunitaria de baldosas, donde él mismo trabajaba. Además, para ganarse la vida, traducía textos al francés y se empleó en la contaduría de un supermercado local.
Al sacerdote Pancho Soares lo asesinaron un mes antes del golpe militar; al padre Carlos Mugica, el 11 de mayo de 1974; al cura Enrique Angelelli, el 4 de agosto de 1976; y a las monjas francesas,
Léonie Duquet y Alice Dumont, en 1977. Todos fueron representantes de ese sector de la Iglesia “que no claudicó ante las bandas fascistas, ni ante el poder militar o policial o político –dice el texto de la demanda–. Sus conductas y formas de vida fueron todo lo contrario de aquella jerarquía de la Iglesia Católica que brindaba apoyo a los militares. De lo contrario, ¿cómo se puede explicar la tibia reacción episcopal ante crímenes particularmente atroces contra su propia gente? Los propios capellanes militares los habían denunciado (a los curas obispos y monjas llamados “del tercer mundo”) como traidores a la ‘fe católica, apostólica y romana’”.
Adriana Fernández, la otra demandante, abandonó hace algunos años la catequesis, cuando hace más de una década empezó a investigar los crímenes de lesa humanidad. “Comencé a buscar comprender por qué se asesinó a toda esta gente religiosa, y no sólo en la Argentina, que estaba comprometida con la realidad de un pueblo oprimido, casi siempre por alguna dictadura”, explica ahora la referente de la Teología de la Liberación. “En esos tiempos –sigue–, montar cooperativas de trabajo no era algo común como hoy. Muchos de los curas tercermundistas trabajaron en fomentar la creación de comunidades, entre ellos Angelelli en La Rioja. Pero no fue sólo eso. No podemos quedarnos sólo con la imagen del ‘curita bueno’, esa que quieren memorar en la Iglesia. El padre Soares era un cura revolucionario, comprometido tanto en lo social como en lo político. Me contaron, casi en voz baja, que cada vez que mataban a un peronista era él a quien llamaban para dar la misa y que prestaba la capellanía para que Montoneros pudiera hacer sus reuniones.”
En 1974, dos años antes de morir, los archivos de la Dipba recogieron que Soares ofreció una misa en memoria de dos personas, cuyos nombres aparecen tachados, en la Capilla Nuestra Señora del Perpetuo Socorro “con una asistencia de 600 personas”. El número extrañó a Adriana, ya que la localidad de “Rincón de Milberg era un lugar bastante despoblado y muy inundable, aunque puede que fuera organizada por la Juventud Peronista (JP) y, entonces, asistieran militantes de otros barrios”. Según pudo averiguar por su cuenta, la ceremonia se oficiaba en memoria de los militantes de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) Manuel Belloni (24), padre de la actriz Victoria Onetto y fundador de la JP de San Fernando, y Diego Ruy Frondizi, ayudante de carpintería de 23 años.
En la misa de responso, oficiada a tres años del asesinato de los fusilados presuntamente por la Policía de Buenos Aires el 8 de marzo de 1971, Soares dijo –según la Dipba– que “los dos compañeros (fueron) caídos bajo las balas del imperialismo y el capitalismo”. Además, el escrito policial señala que el cura hizo un llamado a continuar “la lucha siguiendo el ejemplo de Jesús revolucionario, hasta conseguir la liberación argentina y luego de América toda”. Y agrega que “manifestó acto seguido que ‘Argentina es el mejor país para empezar la lucha de la liberación y que se debería recurrir a las armas si fuera preciso’”.
Las dos mujeres tardaron años en desentrañar la historia, oculta tras el terror sembrado por la dictadura. Pablo Llonto, abogado demandante, subrayó que “se responsabiliza a las autoridades del Area 410 del Ejército, encargada de la represión en los partidos de Escobar y Tigre, y a cargo de la Escuela de Ingenieros dependiente del Comando de Institutos Militares, Campo de Mayo”, que desarrollaron el plan sistemático de exterminio planificado y ejecutado desde antes del golpe del 24 de marzo de 1976. “Y también (se acusa) a las comisarías y unidades regionales del lugar por dar la zona liberada.”
El padre Pancho “fue asesinado por su ideología”, reitera Adriana Fernández. “No podemos quedarnos con que fue una buena persona, un ejemplo. Se lo debemos a él y nos lo debemos como sociedad nosotros. Necesitamos reivindicar las vidas de quienes resistieron, diferenciándose de la Iglesia cómplice de la dictadura. El Vaticano nos baja los santos de los que podemos hablar, que nunca son nuestros referentes latinoamericanos, que no tienen nada que ver con nuestra religiosidad popular. No van a entrar nunca, por ejemplo, ni el Gauchito Gil, ni monseñor Angelelli, ni la monja francesa Alice Dumont. Para la cúpula eran marxistas, obispos rojos, que ponían en peligro el catolicismo. El padre Soares era un militante y es necesario que se le haga justicia.”
La revista Panorama reproducía en 1965 lo siguiente:
Pancho cruza una calle de tierra en su bicicleta.
–¡Una monedita, padre!
–No le pidas, Mechi, que el padre es tan pobre como nosotras.
Fuente: Pagina12
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