Por Jorge Giles
Imaginemos al Libertador arengando a su tropa antes de la victoria:
"Ahí tenéis al enemigo. Observadlos ahora y después de la batalla. Parecen tan humanos como vosotros. No los subestiméis, pero tampoco los agrandéis. Ellos van por la conquista, vosotros por la libertad. Ellos van por la codicia, vosotros por la justicia.”
Quizá, las palabras de San Martín conmoviendo a sus soldados, indios, negros y criollos y levantando finalmente el sable corvo al grito de “¡Seamos libres y lo demás no importa nada!” cobre severa actualidad en estos días de batalla cultural.
Son días de épica. No entenderlo ni vivirlo así abre grietas en el camino, desacomoda la fila, desalienta la esperanza, iguala hacia abajo el umbral de una sociedad mejor.En un puñado de días, la mesa promotora del país de las tinieblas juntó sobre el escenario al genocida Videla dando reportajes; a los patrones rurales volviendo a la carga contra la democracia; al discurso único transmitido en cadena por el monopolio; a las cacerolas batiendo los tambores de la guerra desde las madrigueras del poder; a la dolarización de nuestro lenguaje cotidiano para devaluar, endeudar y pesificar maliciosamente.
Están en plena operación.
Y no es para menos.
Estamos disputando poder, cruzando nuestro propio Rubicón, desafiando la vieja y apolillada coreografía mediática y ordenando de un modo más equitativo la mesa tendida en la otra orilla.
¿Tomaron nota?
Esta vez nos sentaremos todos a comer el pan y a beber el vino. Todos.
Viendo a los primeros comensales, a esos que se parecen a los que mojaron sus patas en la fuente, a los que fueron sepia y ahora son multicolor, ya enfurece a esas minorías.
Porque ese privilegio de ordenar la mesa, por derecha y por izquierda, pertenece desde siempre a la oligarquía de la enfiteusis, los herederos de Mitre, Roca y Rivadavia.
Suyas son las vacas, los granos y la pampa húmeda; suyos son los diarios que relatan la “naturaleza” de la exclusión social; suyos son el subsuelo, el suelo y el derecho al cielo.
Así son de exclusivos y excluyentes los que están condenados de antemano al olvido de la Historia.
Nunca estuvieron tan solos y debilitados como en esta etapa.
Pero “no los subestiméis, tampoco los agrandéis”.
Tienen tanques y tanquetas con municiones de tinta, una infantería que difama y opera, creando miedo y falsa alarma.
Cada tapa de Clarín destila tanto odio que hasta huele a mal aliento.
Hay que seguir de largo y no creerles más. Pero hay que avisar al vecino para que haga lo mismo.
Clarín no es un diario, es un parte de guerra.
La Nación no es una “tribuna de doctrina”, es un paredón contra la verdad.
El avance del campo popular en todos los terrenos está logrando lo que nunca antes: crear un nuevo sentido común, un mismo imaginario, un inconsciente colectivo que discute todo y pone en tela de juicio cualquier verdad relativa y que llena las calles y las plazas sintiendo que ahora sí tenemos patria.
Por eso esta furia de los poderosos, ésa que se incubó en la mesa de torturas a Lidia Papaleo.
Videla estaba convencido que desapareciendo a 30 mil compatriotas habría impunidad por más de un siglo.
Magneto y Bartolomé Mitre también. Blaquier también. Morales Solá y Van der Kooy también. Por eso saquearon Papel Prensa.
La colina a conquistar los empieza a desvelar: la credibilidad popular en Cristina Fernández de Kirchner.
Le tiran con tractores, con dólares ilegales, con la resistencia a cualquier tributo, con el cuco de la pesificación a mansalva, con lo que tengan a mano. Y nada.
Son miserables. No ahorran infamia ni calumnias en la caldera del diablo donde cuecen sus editoriales.
Hay que munirse de argumentos y salir a sembrar a los cuatro vientos.
Decir, por ejemplo, que si ellos se reconocen en la dictadura del ’76, nosotros nos reconocemos en la Asamblea del Año XIII, la que otorgó la libertad de vientres a los esclavos, la abolición de tormentos, la libertad de prensa, la extinción del tributo, la mita, el yanaconazgo y toda forma de servidumbre india y suprimió los títulos y signos de nobleza.
En esa ruptura con el antiguo régimen colonial, la Asamblea ordenó acuñar la primera moneda patria. El sello de la Asamblea, dispuesto en aquella moneda de oro y plata, sería luego nuestro Escudo Nacional.
De allí venimos. Del lema escrito en el metal: “En Unión y Libertad”.
Para los padres de la patria, tener moneda propia era tan importante como tener un himno y gozar los dones de la libertad de prensa.
¿Es para sorprenderse, entonces, que el poder oligárquico financiero dispare siempre contra nuestra moneda y monopolice la prensa?
Hoy, tan lejos y tan cerca, China y Japón comerciarán sólo con el yen y el yuan. Y tiembla el mundo pariendo el porvenir.
Así de universales, así de nacionales. Y viceversa.
Abraham Lincoln decía que “el poder del dinero rapiña a la Nación en tiempo de paz y conspira contra ella en tiempo de adversidad. Es más despótico que la monarquía, más insolente que la autocracia. Denuncia como enemigos públicos a todos aquellos que cuestionan sus métodos o arrojan luz sobre sus crímenes. Yo tengo dos grandes enemigos, el ejército sureño en el frente y los banqueros en la retaguardia. De los dos, el de mi retaguardia es mi gran enemigo”.
Pensando una derrota en la Guerra de Secesión, entre el Norte industrialista que él lideraba y el Sur latifundista y esclavista, Lincoln escribía que la más indeseable consecuencia sería que “… si las corporaciones han sido entronizadas, sobrevendrá una era de corrupción a altos niveles. El poder del dinero se esforzará en prolongar su reinado trabajando en perjuicio del pueblo hasta que la riqueza sea concentrada en las manos de unos pocos y la república será destruida”.
Hoy libramos un tiempo de alargue definitorio de nuestra propia Guerra de Secesión: la Batalla de Caseros.
La diferencia, como dijo alguna vez la Presidenta, es que en 1852 aquí ganaron los latifundistas.
Llegó la hora de poner las cosas en su justo lugar.
Y esta vez no se define por penales. Ni por cañonazos.
Fuente: Infonews
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