Por Luis Bruschtein
No había más de 300 personas; no es para hacer tanto ruido, a pesar del odio con que se expresaban y de la violencia amenazante que había en sus actitudes. Esas 300 personas que asistieron al acto del PRO en Tribunales esta semana fueron pocas como para generalizar, pero inevitablemente disparaban en la memoria otras situaciones de la historia, como el gorilismo del ’55 o el respaldo al golpe del ’76 y hasta una más reciente, que fueron las movilizaciones porteñas en contra de la 125. De alguna manera, la prensa del sistema se las arregló en cada una de esas situaciones para mostrar siempre esa prepotencia como una reacción lógica y justificable, un grito de libertad, la reacción entendible ante una democracia supuestamente sometida y amordazada. Los gobiernos populares los han tenido siempre en contra.
Pasan los años de democracia y las fuerzas políticas en general van cristalizando los resultados de un aprendizaje inédito. Pero este sector es inexpugnable. El riesgo es que alguna vez, como ha sucedido otras veces, se conviertan en una voz hegemónica que quiera presentarse como la voz de todos. Por ahora son pocos y sirven como marcadores: cuando esa furia se expresa de esa manera en contra de algo es el síntoma de que lo que los enfurece tiene más razón que ellos. Siempre están del lado oscuro y sirven como marcadores para identificarlo. Si alguien alguna vez los tiene de su lado, es para dudar del lugar en el que está parado. Como si fueran conscientes de esto, el FAP y los radicales tuvieron el tino de no ir esta vez con ellos y expresar su reclamo en otro lugar.
Consignas como “se va a acabar, la dictadura de los K” o insultos a la Presidenta (el menos violento fue el apelativo de “yegua” o “hija de colectivero”) hicieron que el acto fuera una promoción para el oficialismo. Fue más pro-oficialista que un acto propio y ayudó a dilucidar cómo le duelen a este sector las medidas que ha tomado el kirchnerismo.
Es increíble cómo algunos elementos se replican en el tiempo e incluso en diferentes geografías. Hay documentales de marchas en Chile contra el gobierno de Salvador Allende en los años ’70 y las expresiones de esos manifestantes anticomunistas (los “momios”), como el odio contra Allende, el insulto descalificador de “son todos ladrones” o despreciativo de lo popular, parecen calcadas de algunas que se vieron y escucharon en la marcha del macrismo de esta semana y en las que se hicieron contra la 125. Para ellos cualquier medida de carácter popular es izquierdista y todos los que las ejecutan son inevitablemente ladrones e inmorales. Dividen a la sociedad entre la chusma y las personas íntegras y respetables como ellos. El que no es parte de la chusma, pero se pone de su lado, solamente puede hacerlo movido por un afán de robar o de poder autoritario. Establecen esa relación en forma automática. Y ése es un rasgo cultural que en forma más diluida quizá, más tenue, está muy extendido en las clases medias más allá de los grupos más recalcitrantes.
En las primeras décadas del siglo pasado, los destinatarios de ese odio fueron la izquierda y el anarquismo, que representaban a la chusma. Desde mediados del siglo pasado, ese lugar pasó a ocuparlo el peronismo, cargando con sus desprolijidades y contradicciones, las que seguramente fueron menores que las de la izquierda y los anarquistas, porque logró renovar su representatividad durante mucho más tiempo. Para este sector conservador “momio”, “gorila”, “blancoide” o “escuálido” (según el país del que se trate: Chile, Argentina, Bolivia o Venezuela), la única vez que el peronismo valió la pena fue con Carlos Menem, al que adoptaron con el afecto que se le tiene a un empleado doméstico de confianza.
Por supuesto que no se trata de una pintura de toda la oposición, ni siquiera de la mayoría. Y tampoco se podría decir que todo el macrismo esté configurado en ese retrato. Hay un juego más complejo y al mismo tiempo más razonable la mayoría de las veces entre oposición y oficialismo. Pero en situaciones de polarización, el arsenal cultural que ocupa la escena es el de los furiosos que transforman el debate en un campo de linchamiento. Y algunos políticos de la oposición se tientan con manipular esas situaciones, dándoles lugar o estimulándolas para arrojarlas contra el oficialismo y recuperar espacio en la hegemonía cultural con ese impulso de prepotencia. Eduardo Amadeo participó en la marcha gritando contra la “dictadura” kirchnerista. Si su estado de ánimo es de la misma violencia que se expresó en el acto, como político sabe que no se puede hacer política en ese estado. Tanto él como Patricia Bullrich se acaban de sumar al armado macrista y es lógico que deban sobreactuar ese nuevo posicionamiento. Pero cuando se estimula el lado oscuro, nunca se sabe hasta dónde se lo podrá controlar después.
De todos modos, siempre sorprende escuchar esa violencia de alto voltaje, cuando del otro lado realmente no se produce un fenómeno equivalente. Hay cuestionamientos, críticas, pero sin esa histeria desaforada que terminó a los golpes con un periodista. Un sector del periodismo opositor viene denunciando “agresiones” porque les molesta ser criticados por otros periodistas o por los mismos funcionarios que ellos destazan. Tendría que resultar un tanto engorroso para ellos que la única vez que se golpeó realmente a un periodista en una marcha política en todos estos años haya sido a un trabajador de la Televisión Pública, el cámara del programa 6, 7, 8. Habría que agregar que muchos de esos periodistas enojados porque Cristina Kirchner no hace conferencias de prensa no dicen lo mismo de dirigentes políticos y funcionarios públicos de la oposición que desde hace varios años no se dejan entrevistar por los medios que a ellos no les gustan y que cuando la tienen, manejan con un criterio estrictamente ideológico sus pautas de publicidad.
La contrapartida, si se quiere, es que al oficialismo se lo criticó mucho cuando varios de sus actos masivos derivaron hacia violentos enfrentamientos entre líneas internas del justicialismo y sectores gremiales. Era una crítica justa. Ya durante la gestión de Néstor Kirchner, el oficialismo empezó a ser muy cuidadoso en la organización de sus actos y pudo superar una práctica perniciosa que iba en su propio desmedro. En los últimos años no se produjeron escenas de violencia en sus actos y el fenómeno del “acarreo” fue suplantado paulatinamente por el de la militancia. Hubo un crecimiento valioso en esos dos aspectos.
Ayer se cumplieron nueve años de la asunción de Néstor Kirchner a la presidencia. Quizá parte de la bronca para muchos fue que el proceso surgió en el momento y desde el lugar que menos se lo esperaba. Ese núcleo oscuro de furia estaba en estado de latencia frente a un progresismo con timidez aguda, un peronismo menemizado y una izquierda sin vocación de mayoría. El kirchnerismo, como fuerza popular con vocación transformadora, agregó un nuevo condimento a ese escenario. Y desde entonces, como si fuera el retumbar de un viejo volcán apagado, ese núcleo elitista y violento entra esporádicamente en actividad.
La reacción contra esa irrupción inesperada del kirchnerismo desnudó muchas situaciones regresivas a las que gran parte de la sociedad prefería creer superadas y puso en evidencia falsas verdades que se habían construido en una post-dictadura muy conservadora (salvo el primer año de Alfonsín). La transición a la democracia en la Argentina fue muy conservadora y sólo tuvo chispazos de progresismo por la resistencia de los movimientos sociales, en especial las organizaciones de derechos humanos, y por la existencia de un periodismo contrapuesto a las corporaciones mediáticas.
Algunos creen que no, que la luz del progresismo brilló en todos esos años y esta confusión hace que muchos que se creen progresistas, sean en realidad profundamente conservadores. Fueron progresistas mientras el progresismo no tenía ninguna posibilidad y volvieron a su verdadera condición reactiva y conservadora, cuando hubo alguna posibilidad de concretar reivindicaciones que siempre plantearon los movimientos sociales. Son progresistas que reniegan de las manifestaciones plebeyas y de cualquier transformación que requiera confrontación. No pudieron sacarse de encima esa cultura del temor implantada por la dictadura y que persistió muchos años después que se fueron los militares. No es lo mismo esta persona que se cree progresista que los energúmenos que participaron en la marcha del PRO en Tribunales. Pero están más cómodos con ellos porque les permiten aparentar progresismo sin quedar en evidencia.
Fuente: Pagina12
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