Por Eduardo Aliverti
Opinar al cabo y aun en medio de una tragedia, del tipo de la vivida por porteños y bonaerenses, presenta el nada grato desafío de que las palabras justas o atendibles que uno pueda encontrar –políticamente hablando– no choquen contra las lastimaduras, muchas de ellas terribles, irreparables, de tanta gente.
Los momentos como éstos suelen ser una invitación a desbocarse, y de hecho fue lo que sucedió. La referencia no alude a las víctimas, que están en todo su derecho emocional de explotar y agarrárselas con quienes les parezcan. Y tampoco remite a esos guapos del anonimato que circulan por las radios y las redes sociales sin parar un segundo, cargados de odio también de modo constante respecto del tema que fuere y, siempre, con alguna solución a mano que nunca es otra cosa que matar a alguien, putear a la bartola, gritar que se vaya éste, aquél o aquélla. Las víctimas son gente que está desesperada y se merece atención y respeto digan lo que digan. Los segundos son intelectualmente inimputables y no vale la pena detenerse en ellos más que para preguntarse cómo pueden vivir así, militando en el rencor, ya sea cuando son mosquitos auténticos con nada mejor para hacer o cuando se trata de operadores de usinas programadas. Ni a los unos ni a los otros puede pedírseles reposo analítico. Pero sí a quienes tienen el compromiso de gobernar. Y a los comunicadores que deben producir e informar para, en el mejor de los casos, juzgar sólo después. La impresión, por no decir la certidumbre, es que, entre responsables ejecutivo-legislativos y animadores periodísticos (la gran mayoría de ambos, por lo menos), sólo asistimos a una ensalada de repentinos especialistas en fenómenos meteorológicos, entubamiento y desentubamiento de arroyos, cambio climático universal; demagogias defensivas u ofensivas, chicanas para sacarse las imputaciones de encima y casi interminables etcéteras de tenor análogo.
Vaya un disparador que pretende ejemplificar ciertas deudas compartidas, aunque no al mismo plano, entre los que gobiernan y los que comunican y opinan. Por ahora dejemos de lado a los primeros. De los segundos, entre los medios y colegas de alcance masivo que se muestran sorprendidos y horrorizados por la tragedia, ésta o similares, ¿qué registro hay de que periódicamente difundan informes e investigaciones sobre el tratamiento de la basura, la marcha de las obras que se prometen, la preparación para situaciones de emergencia, los negociados inmobiliarios, la denuncia sobre el déficit de vivienda, las subejecuciones presupuestarias? Quede bien claro que ni siquiera es cuestión de meterse (aunque pueda incluírselo) en si Macri y Scioli gozan de protección mediática por parte de la prensa opositora, ni en las andanzas de la que ampara al gobierno nacional. Hablamos, a secas, de que hay un periodismo que derrama lágrimas de cocodrilo frente a las catástrofes que sufre “la gente”, sin haberse preguntado antes qué hizo, qué notificó, qué advirtió, estructuralmente, como para tener cierta autoridad moral en sus señalamientos de omisión y corrupción. En otras palabras: si es verdad que las autoridades siempre llegan tarde cuando suceden los desastres, también lo es que a muchos y lacrimógenos parloteadores de los medios les pasa lo mismo. Si es seguro que gubernativamente no hay prevención, también es real esa prensa que siempre parece desayunarse de golpe ante las calamidades no sólo meteorológicas. Una prensa en actitud impertérrita detrás del vértigo impactante, que en lo global jamás avisa del peligro que se corre por esto, esto y esto otro. Es decir, el antes. En el después, ya se conoce aquello en lo que igualmente debe repararse toda vez que sea necesario: encima de que se vive una tragedia, le ponen música de fondo, buscan el morbo, salen a la cacería de los más desesperados, no chequean nada, golpean abajo, condenan a como salga. Es el show, tétrico. No la noticia. La noticia es el show. La forma es el fondo.
Cabe repetir que este marcaje de tratamiento mediático no tiene la intención de igualar atribuciones entre las responsabilidades de gobernar y hacer periodismo. Sin embargo, vuelto a aclarar ese punto, hay que detenerse en con cuántos y cuáles elementos informativos, de cuánta certeza, se dispone para juzgar a los que gobiernan. En los distritos y del signo ideológico que fueran, por más que todo sea ideología. Intentemos trazar dos grandes columnas de objetividad, según lo único que, tras lo sucedido, muestra de acuerdo a prácticamente todos. En una columna ponemos que se llovió la vida como nunca o casi, tal vez con el solo parangón de lo que fue la inundación santafesina de 2003 (en términos de difusión masiva por tratarse de grandes ciudades, porque la lista de catástrofes naturales es bastante más larga que eso si se abarca a las metrópolis pequeñas y a pueblos y pueblitos: Tartagal, Villa La Angostura tapada de cenizas volcánicas, Resistencia en el ’82, y sigue). Ya se mostró la cuenta de que lo sucedido equivalió, en lluvia, a llenar decenas de miles de piletas olímpicas, en un par de horas, a lo bestia. En la primera columna objetiva, entonces: esto fue algo anormal, de cálculo previo imposible y, aun cuando no lo hubiere sido, igual de imposible si era por reducir a cero la nómina de muertos y daños. En Nueva York –Nueva York, no Bangladesh frente a correntadas bíblicas– se preparan durante semanas para la nevada o el huracán “del siglo” y los muertos se cuentan de a centenares, para no hablar de los inmensos perjuicios materiales. En Cuba, probablemente el país más ejemplar del mundo si es por prevención organizativa contra la furia de la naturaleza, sucede otro tanto. En Europa y en China hay esas olas de frío polar que son advertidas con antelación suficiente, para que igual queden sumergidos bajo la nieve y se pregunten cómo puede ser que se muere y se muere, y se destruya, y no haya forma de evitar lo dramático que se sabía. En consecuencia, a relevo de pruebas por la confesión experimental en todo el mundo, en la gran segunda columna de lo objetivo podríamos ubicar cuál fue, es y será la preparación estatal para paliar. No para impedir por completo. Acerca de tal aspecto, algunas cosas caen por su propio peso. El lunes a la tarde, feriado, Buenos Aires era una alfombra compacta de hojas de otoño, cubriendo veredas y alcantarillas, y no se veía un barrendero ni con asistencia de GPS. Después o mientras tanto, en el conurbano, las poblaciones en situación de riesgo ambiental –de toda clase social, aunque ya se sabe que si hay clases es para que unas sufran más que otras– seguían ahí, al arbitrio de todo lo que no se hace debajo de la superficie porque –también ya conocemos– electoralmente no paga lo que no está por arriba, lo que no se ve. Y después llegó La Plata, de cuya periferia descubrieron, de repente, que acumuló un 65 por ciento de bolsones de pobreza en menos de 30 años, agravados porque, como Buenos Aires, la capital, es una llanura perfecta e inundable, expuesta a los desbordes de las cuencas. El 27 de septiembre del año pasado, la Nación convocó al alcalde porteño y al gobernador bonaerense para oficializar la conformación de un ente tripartito, la Agencia de Transporte Metropolitano, a fin de coordinar acciones sobre cómo viaja y debería viajar la población en un área que concentra a 13 millones de personas. No hay noticias de qué pasó con eso pero, como sea, sería bueno saber por qué no existe algo de propósitos similares, efectivo, en torno del entrenamiento popular y las obras que se necesitan para enfrentar desastres climatológicos, en urbes nacidas a contramano de la naturaleza. Comunicar conjuntamente que tanta plata se destinará a tales proyectos de mediano y largo plazo. Haber aparecido, que alguien convocara, para presentar estatura de estadista frente al drama. Cristina lo hizo el viernes a la noche, en cadena nacional, con anuncios concretos que, podrá decirse, son tan destacables para el después como exiguos para el antes. Pero hizo algo. Hizo eso. Alcance o no alcance, materialmente, no se borró, ni descargó culpas en los demás (excepto, sin nombrarlo, en el intendente platense), ni se dedicó a expresar una mera solidaridad.
Esto último, unido a lo inevitable, lleva a enmarcar cuánta responsabilidad debe adjudicarse a “la clase” política. Sin duda que mucha, pero hay gestos y gestos que deberían diferenciar a tales y cuáles. Y que, de mínima, debieran dejar testimonio de que, en última instancia, la que resuelve o aminora daños es la política, lo que votamos, lo que empujamos, lo que militamos. Hay que decir esto porque, gracias al tratamiento mediático, a la facilidad demagógica, a la ramplonería, en estos días se percibió otra vez ese tufo a que la política es el arte de cagarnos la vida. Y tanto como puede serlo, resulta irrefutable que, a la par, es exclusivamente la única posibilidad de arreglar todos los asuntos públicos. Esa cosa anarca de que son todos chorros, de que ninguno hace nada, de que lo único que sirve es la conmocionante caridad del “hombre común”, de que hay que sacarse emblemas partidarios al repartir ayuda, sirve a los intereses de llorar y se acabó para que, al cabo de las lágrimas, aparezcan los hombres de negocios a decir que las ideologías se acabaron y que ellos se encargarán de evitar nuevos desastres.
Es momento de pensar que, por fuera de lo que ya es irreparable, de estas cosas se sale con más y mejor política. Con más y mejor Estado. Con quienes mejor traduzcan eso políticamente. Olvidarlo es olvidarse de lo elemental.
Fuente: Pagina12
1 comentarios:
La antipolítica nunca se fue, porque se ha hecho carne con el sentido común, y ya se sabe que ir contra el sentido común está mal visto.Pero renunciar a la política es renunciar a una poderosa herramienta para modificar la realidad...no podemos darnos ese lujo.
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